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José Antonio: la gaita y la lira

La defensa de la figura de su padre fue el motor inicial del líder de Falange, sostiene Joan Maria Thomàs

Primo de Rivera en la cárcel.

José Antonio. Realidad y mito, la biografía de José Antonio Primo de Rivera escrita por el profesor Joan Maria Thomàs, especialista en historia del falangismo y del régimen franquista nos depara la ocasión de revisar, de manera neutral y fuera del alcance tanto de vituperios como de elogios, la trayectoria vital y sobre todo política de quien fuera considerado el jefe del fascismo español. No está de más preguntarse por qué sigue teniendo interés volver a José Antonio. Ello, a mi juicio, se justifica, más que por la persona concreta del «Ausente» -que ni siquiera participó en la Guerra Civil, ya que había sido detenido el 14 de marzo de 1936 y fusilado el 20 de noviembre del mismo año-, por la doctrina que dio cobertura ideológica al bando nacional y al posterior régimen totalitario/autoritario del general Franco.

Con lo cual no quiero decir que el perfil individual de José Antonio sea escasamente interesante para los lectores actuales: Agustín de Foxá decía de él que «poseía el pudor del heroísmo». José Antonio no fue, desde luego, un aristócrata ocioso ni un señorito pendenciero, sino un abogado brillante y un excelente orador parlamentario. No era un aventurero demagógico como Hitler ni un dirigente socialista transmutado en la guerra como Mussolini. Se daba en él una contradicción mayúscula: el amor por el Derecho y la atracción por el fascismo. Esto quiere decir que, de no haber sido la República tan sectaria y la coyuntura en Europa tan maniquea (el bolchevismo, de un lado, y los fascismos, de otro), José Antonio, en absoluto monárquico, tal vez hubiera seguido su vocación de jurisconsulto y sus inquietudes intelectuales. En cualquier caso, y por extraño que hoy nos parezca, carecía de vocación por la política y sólo entró en ella para defender la memoria de su padre.

En su devenir personal José Antonio refleja, pues, muy bien la crisis del Estado liberal de los años 20 y 30. En tiempos convulsos había que elegir, y estaba claro que el marqués de Estella no iba decantarse por la izquierda. Pero tampoco lo hizo por los alfonsinos de Renovación Española ni por los «accidentalistas» de la CEDA. Fundó un partido propio, Falange Española, y lo dotó de una síntesis doctrinal fascista que hallaba su originalidad, respecto de los modelos italiano y alemán, en el componente cristiano. Aunque sus mayores deudas las contrajo con Ortega y Gasset y Eugenio D´Ors. La influencia de Ortega, afirma Thomàs, iba bastante más allá del postulado de la «unidad de destino» que le reconocía como deuda José Antonio: en realidad, incluía el posicionamiento irracionalista, la exaltación de las minorías, los hombres egregios y los valores aristocráticos, el descubrimiento de la generación como fuerza motriz de la Historia y las tesis sobre la decadencia de España. Igualmente procedía de Ortega el concepto joseantoniano de nación, aunque compartido con D´Ors, Maeztu, Giménez Caballero y Unamuno. Era un concepto antinacionalista e imperial. Como escribió en 1934, «no veamos en la patria el arroyo y el césped, la canción y la gaita; veamos un destino, una empresa. La patria es aquello que, en el mundo, configuró una empresa colectiva. Sin empresa no hay patria; sin la presencia de la fe en un destino común, todo se disuelve en comarcas nativas, en sabores y colores locales. Calla la lira y suena la gaita».

¿Y dónde estaba el Imperio? El proyecto imperial no era en aquella época -la de la guerra de Abisinia y pronto la del Lebensraum nazi en el Este- una quimera infantiloide precisamente. José Antonio no quería ser muy explícito al respecto, pero en una ocasión le confesó a su amigo Felipe Ximénez de Sandoval lo siguiente: el Imperio español de la Falange tendrá como bandera la catalana («la más antigua y la de más gloriosa tradición militar y poética de la Península»), como idioma el castellano («el de más prodigiosa fuerza expansiva y universalidad» y «el que sirve para hablar con Dios, según decía Carlos V») y como capital Lisboa, «desde donde puede mirarse cara a cara la inmensa Hispanidad de nuestra sangre americana». El nacionalismo, sostenía con desdén, es el «individualismo de los pueblos»; el Imperio, en cambio, significa su plenitud.

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