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El hermano menor

Ben Affleck (California, 1972) actor, guionista, productor y realizador cinematográfico, oscarizado por alguno de estos menesteres e intérprete de blockbusters exitosos como Armaggedon, Pearl Harbor, Daredevil o, más recientemente, Batman y Superman, tiene un hermano menor. Un tipo llamado Casey, nacido tres años después, que, aunque comenzó su carrera en el cine casi al mismo tiempo que su glamuroso antecesor, lo hizo en papeles secundarios oscurecido por la galanura del primogénito.

A Casey Affleck lo descubrimos en un western maldito, hoy de culto, titulado El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007)) en un papel muy antipático: el del pérfido y ambicioso pistolero que daba muerte al mítico bandolero sureño. Lo cierto es que Casey nos pareció en este filme un alumno «repetidor» de primer curso del Actor´s Studio, componiendo la figura de un hombre atormentado y taciturno con una serie de registros tópicos, vistos muchas veces en la pantalla. Con el tiempo, tras visionar varías veces esta película, Casey ganó muchos enteros, al igual que la película que crece en méritos y calidad con el paso de los años. Le volvimos a ver en Adios pequeña, adios, un thriller dirigido por Ben en 2007 y en una auténtica obra maestra del género negro, casi olvidada, El demonio bajo la piel (Michael Winterbottom, 2010), una adaptación de la novela de Jim Thompson El asesino dentro de mi en la que Casey compuso un personaje magistral haciéndonos olvidar, incluso, el trabajo de Stacy Keach que protagonizó la primera adaptación del libro al cine. Casey, sin trompetas ni tambores, estaba haciéndose un lugar más que digno en el mundo de la interpretación.

El estreno reciente de Manchester frente al mar (Kenneth Lonergan, 2016)) ha puesto a Casey en primer plano de la actualidad. Manchester... es una película excepcional, un drama seco, duro, original, filmado con una rara honestidad que elude los tópicos lacrimógenos al uso para acercarse a la compleja realidad de un hombre maltratado por la vida. A un crítico del prestigio y la influencia mediática de Carlos Boyero, reconociendo que el filme en cuestión «contaba una tragedia de forma distinta, despojándola de recursos melodramáticos», la obra le pareció «un ejercicio autocomplaciente e irritante», convirtiendo su virtud, creo, en defecto. El hombre estaba en plenitud de sus derechos para opinar lo que le viniera en gana. Y la polémica, cosa estupenda, servida.

El juicio de Boyero sobre Casey, nominado para el Oscar de interpretación por este trabajo, resulta más extraño. No le gustó el personaje que encarna a un individuo, escribió, «de torturado mundo interior, parco de gestos, pero siempre retorcido e intenso, desprendiendo el peligro que caracteriza a ciertos tarados, alguien con quien no me gustaría encontrarme ni en la calle, ni en el cine» (sic)». Respetable opinión, también. Joder, señor Boyero, a mí tampoco me gustaría encontrarme con Gary Oldman, haciendo de Drácula, visitándome una noche en el campo porque hace lo que debe hacer un actor cuando interpreta a un monstruo: dar miedo.

Este próximo lunes, cuando sepamos los resultados de los Oscar y, augures y adivinos, tengamos nuestro merecido, volveremos a discutir sobre la arbitrariedad de estos galardones. Pero nadie me robará el impacto que me causo Manchester frente al mar y la interpretación del hermano menor de los Affleck, convertido en el principal artífice, junto a Lucas Hegdes, de una historia que me hirió como una flecha envenenada con profundas emociones. Cosa que, hacía tiempo, no me ocurría en ese cine que aun no ha ido a parar a mi particular lata de conservas.

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