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La banalidad y la zona gris

Dos películas muy diferentes sobre Eichmann y el régimen nazi se han estrenado recientemente

Murmelstein fue el último presidente del Consejo Judío del gueto de Terezín. Fue, además, el único superviviente de todos los presidentes. El cineasta Claude Lanzmann mantuvo numerosas conversaciones con él en Roma en 1975 mientras preparaba su documental Shoah, pero esta parte quedó finalmente excluida del montaje de 9 horas que se estrenó en 1985. El último de los injustos (2013) recoge ese testimonio junto a nuevas imágenes filmadas de los lugares evocados por el testimonio de Murmelstein. El propio cineasta se convierte en un personaje al que vemos en plenitud, en 1975, y en la actualidad, rebasados los 85 años. El paso del tiempo afecta al autor y evidencia la práctica desaparición de los supervivientes de esos años de horror.

Lanzmann se siente fascinado por este personaje ambiguo, autoritario, astuto, y persuasivo, cuyas acciones y pensamientos se movieron en esa línea indefinida que Primo Levi denominó «zona gris» y sobre la que no cabía hacer ningún juicio moral categórico: «esa zona de ambigüedad que irradia de los regímenes fundados en el terror y en la sumisión», escribió Levi en Los hundidos y los salvados. Quien haya visto Shoah, podrá comprobar que Lanzmann se siente mucho más intimidado por la figura de Murmelstein que por otros muchos de los supervivientes a los que entrevistó en esos años. ¿Cómo poder olvidar a ese judío superviviente de Auschwitz, derrumbado por el dolor del recuerdo, y al que Lanzmann presionaba para que continuase su relato de las cámaras de gas en las que trabajaba cortando el pelo a quienes morirían instantes después? El último de los injustos es, en cierta manera, una rehabilitación de Murmelstein ante las críticas (Gershom Scholem y Hannah Arendt) y amenazas recibidas. ¿Sabía Murmelstein que muchos de los judíos que enviaba al Este, acababan en campos de exterminio? Desde luego su caso no puede compararse al de otros presidentes, como el de Rumkowski en el gueto de Lódz. «No soy un héroe», confiesa Murmelstein; se ve a sí mismo como un Sancho Panza realista, empeñado en mantener el gueto hasta el final (con orden y sin enfermedades), sabiendo que su vida dependía del destino de Terezín.

Lanzmann posee una sensibilidad única para suscitar en el espectador el paisaje del mal, a partir de la filmación -en hermosas y lentas panorámicas- de los lugares y las palabras en off que testimonian lo ocurrido. Lo inquietante se revela como algo inesperadamente poético. «Es un lugar siniestro de una belleza inolvidable», dice el cineasta de Terezín. Su cámara atraviesa aquí bosques solitarios y calles vacías que proyectan en la imaginación del espectador una honda impresión de muerte y sufrimiento padecido. Las estaciones de tren y las vías que cargaban vagones de muerte se erigen en símbolos de esa topografía de la nada. El silencio y la ausencia conforman el paisaje del mal.

Si en su filmografía, Lanzmann siempre se opuso a utilizar imágenes de archivo, aquí se libera de esta prohibición asumida que generó numerosas controversias filosóficas e historiográficas. Como el debate que mantuvo con Georges Didi-Huberman, reproducido en el ensayo Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, a propósito de unas fotografías sobre los métodos de exterminio en Auschwitz. Es cierto que Lanzmann se mantiene firme en su negativa de mostrar imágenes de la muerte dado que el mal es para él irrepresentable fotográficamente: sólo la palabra y el lugar logran evocar toda su fuerza y capacidad de destrucción. Lo que se muestra ahora son imágenes de archivo de una película de propaganda nazi en la que se presenta a Terezín como un lugar idílico para los judíos. Es decir, forman parte de una realidad falsificada que debe ser refutada con el discurso y las imágenes de Lanzmann. Otra novedad es el recurso de dibujos que hicieron algunos de los prisioneros de Terezín y que el cineasta intercala entre las entrevistas. En este caso, el sufrimiento trasciende lo directamente percibido, para formar parte de la imaginación artística (algo, por cierto, no muy alejado del planteamiento ético y estético del director Ari Folman en Vals con Bashir).

La fuente principal de la película Hannah Arendt es su libro Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal. La filósofa judía fue contratada por la revista New Yorker para cubrir el juicio del teniente coronel de la SS en la ciudad hebrea. La película ha reabierto la polémica que suscitó la publicación del libro: la ilegalidad de Israel para juzgar a Eichmann, su tesis de la banalidad del mal y la crítica a los líderes de las asociaciones judías, como Murmelstein, que colaboraron en las deportaciones.

Para Arendt, Eichmann era un criminal culpable pero no la personificación del mal radical, no era más que un burócrata obediente cuyo mayor delito fue la ausencia de pensamiento. Para Murmelstein, Eichmann era un «demonio», un colérico y corrupto peligroso al que recuerda fuera de sí durante la Noche de los Cristales Rotos, cuando ambos colaboraban en las tareas de emigración judía, antes de la Solución Final.

Más allá del caso discutible de Eichmann, la banalidad del mal pervive todavía en nuestra sociedad. La obediencia estricta a unas normas y procedimientos establecidos nos impide, en ocasiones, comprender el valor y el alcance del problema planteado. Cuando a veces hemos escuchado aquello de «yo sólo cumplo órdenes» o «esto es lo que marca el procedimiento». Los expertos y los tecnócratas dominan la sociedad, mientras que los ciudadanos aceptamos cómodamente nuestra servidumbre voluntaria o minoría de edad en la que delegamos en otros el peso del pensamiento y las decisiones.

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