Estaba cansado. Llevaba 22 de sus 28 años como policía asistiendo a levantamientos de cadáveres a horas en las que el resto de los mortales duerme, come, se divierte o disfruta de su familia. Enfrentando la peor cara del ser humano. Recogiendo cuerpos rotos de mujeres, de niños, de inocentes y de no tan inocentes. Combatiendo el veneno que intenta agriar el carácter de quien debe dedicar sus días y sus noches a escarbar en las entrañas del mal para llevar ante la Justicia a los que se han reído de la ética más primigenia arrebatando la vida a un ser humano. Y aún así, seguía al pie del cañón sin flaquear, sin robarle minutos al trabajo, sacrificando esas horas que habría preferido dedicarle a Chus, su mujer, y a sus dos hijos, que se quedan sin un referente fundamental sin siquiera haber podido abandonar la adolescencia. Lo demostró ayer, en su último servicio al ciudadano. No se arrugó ni se escondió. Porque estaba cansado (más bien de las injusticias y de las incomprensiones que de la propia naturaleza de la labor policial), pero no vencido, una cualidad que sólo reside en los mejores profesionales, esos que siguen dando lo mejor de sí aunque el reconocimiento público no llegue.

Por eso, y por su insuperable calidad humana, que le hacía enardecerse aún con el trabajo, él, que tanto y tan negro había visto y vivido, Blas, amigo Blas, por eso mismo dejas un hueco imposible de llenar. Lo dejas entre tus compañeros, que te tenían como referente, como guía, como paño de lágrimas; entre tus amigos, con los que no dejabas de pedalear y disfrutar cada vez que podías engañar a las agujas del reloj para buscar esa recompensa personal que sólo el esfuerzo físico da; entre tus hijos y tu mujer, a los que diste todo a pesar de lo difícil que es ser padre y compañero siendo policía sin horario; a todos los que tuvimos la oportunidad de compartir cerveza, discusión y muchas sonrisas y lágrimas contigo.

Quizá ahora lleguen las medallas póstumas, esa roja que no quisieron reconocerte en vida pese a haberte jugado la tuya en cien batallas. Una lástima. Te has ido sin verlo, como no viste alguna condena enterrada bajo la presión de sillones demasiado satinados. Ya nada de eso importa. Descansa, Blas, amigo.