Recuerda las palizas desde que empezó a salir con él a los 15 años, a los 29 le asestó seis puñaladas y le atravesó los riñones. Los perdió y está trasplantada. Tras quince años en la cárcel, en agosto su agresor salió a la calle y desde entonces ella ha adelgazado quince kilos: "Le pedí al juez que si lo sacaba a él, por favor, me encerrase a mí".

Ha estado meses sin ponerse el pijama ni acostarse en su cama. "Dormía vestida, en el sofá del salón, enfrente de la puerta por si él entraba y tenía que salir corriendo".

Ana es menuda, extremadamente delgada, muy nerviosa, fumadora compulsiva, de ojos castaños. Tiene 43 años. Dice que no quiere contarnos su historia, que no piensa volver a pronunciar el nombre de su maltratador. Dos minutos después empieza hablar y ya no puede parar. Narra el horror, pero no lo nombra.

Ana, Inés, Julia, Elena... no son sus nombres, tienen miedo. Las cuatro son víctimas de violencia machista. Unas han sido acosadas, otras vejadas, insultadas y humilladas, otras violadas, otras machacadas a puñetazos, otras apuñaladas.

Pero están vivas. Han conseguido sobrevivir y han contado sus historias a Efe, no dan su nombre pero dan la cara: "Los que tienen que esconderse son ellos".

Las cuatro tienen distintas medidas de protección activadas, pero no se sienten protegidas, dicen que son insuficientes, que muchas no sirven para garantizar su integridad. Sus agresores se han saltado las órdenes de alejamiento y las han agredido.

La violencia machista las unió, se han conocido en el Proyecto Pepo, una iniciativa que adiestra a perros de protección para ellas, unos animales entrenados para protegerlas las veinticuatro horas del día y que, aseguran las víctimas, les "dan la vida".

"Ayer me atreví a bajar al garaje", les dice Ana a sus compañeras, que con solo oírlo le dan la enhorabuena y la abrazan. Sin el perro, la mayoría de ellas ni siquiera salía sola a la calle.

Duermen con él, con el perro, en la misma cama.

Cuenta Ana que su abuela era la que la cuidaba, pero murió cuando ella tenía 15 años y entonces decidió irse con su novio. "¿Era lo normal, no?", reflexiona.

A partir de ese momento solo conoció el infierno: "Yo siempre tenía los ojos morados o marcas en la cara. Me violaba, me pegaba en las piernas con barras de hierro, me insultaba, me obligaba a pedir en centros comerciales y lo que ganaba se lo bebía", relata Ana, que durmió durante cinco años en una tienda de campaña bajo un puente de la M-30.

Ella no sabía que cuando tu pareja te obliga a mantener relaciones sexuales es una violación. "Creía que era así, que él podía hacerme eso porque era mi marido".

Han pasado quince años desde que la cosió a puñaladas a media tarde en una calle de Madrid. La salvó un conductor de la EMT que taponó sus heridas mientras llegaba la ambulancia.

Y, quince años después, tras cumplir la condena, su agresor ha vuelto a buscarla.

"A la una de la madrugada llamaron al timbre y, cuando fui a abrir, mi perro me empujó y me hizo soltar el pomo de la puerta. Me di cuenta de que había detectado que estaba en peligro. Me acerqué a la ventana, esperé y lo vi alejarse por la calle", cuenta Ana.

Cuando supo que su agresor iba a salir en libertad, pidió al juez que la protegiera y les pusiera a ambos una pulsera de control telemático.

"Si él sale de la cárcel porque ha cumplido su condena, méteme a mí porque yo aún no he dejado de padecer la mía", cuenta que le suplicó al juez.

Esta víctima de violencia machista lamenta la poca ayuda que ha recibido de la administración: "Me ve una psicóloga cada dos meses, he intentado optar a un piso y me han exigido tener cinco años cotizados a la Seguridad Social, y no tengo ni uno". Tampoco encuentra trabajo como consecuencia de la discapacidad provocada por el trasplante de riñón.

"Siento decir esto, pero no me voy a callar. Nadie me ha ayudado y nunca me he sentido protegida", recalca mientras llora.

Inés interviene en la conversación para decirle que ella no piensa así. "Yo no puedo decir lo mismo, he tenido mucha suerte con los servicios sociales y policiales".

Ella se separó de su agresor hace cinco años. Cuenta poco de su vida. "No quiero hablar, dentro de poco tengo el juicio por la custodia de mis hijos y me juego mucho. Me los quiero llevar conmigo".

Tiene dos hijos en común con su maltratador. La última vez que la agredió fue en julio y su hijo mayor, de 13 años, está recibiendo atención psicológica porque "aunque solo es un niño" está reproduciendo el rol del padre y el otro día intentó agredirla. "Me están ensañando a entenderlo, es lo que él ha vivido e interiorizado".

Ha rehecho su vida, tiene un bebé con su nueva pareja. Dice que está fuerte, "que va a saco a luchar" por sus hijos y que tiene una cosa "muy clara": "Tengo que ayudar a otras mujeres que ahora están pasando por lo que yo pasé".

Una de esas mujeres a la que sirve de apoyo es Julia, su historia es terrible, si se puede poner adjetivo al horror.

"La última agresión fue en agosto, perdí siete piezas dentales de los puñetazos. Han sido 28 años de malos tratos, de violaciones, de agresiones, y sigue... Me ha hecho de todo, me lo ha quitado todo. Me quedé calva del estrés, he pasado días encerrada en casa, horas llorando, adelgacé diez kilos, luego los engordaba. He pensado en suicidarme, también en matarlo a él... por mi cabeza ha pasado de todo", relata visiblemente nerviosa.

Julia se ha enfrentado a veintidós juicios a lo largo de estos años. En el último, el juez le retiró el dispositivo telemático a su maltratador porque "había fisuras en su declaración".

La última agresión fue por la espalda. "Es un cobarde aunque a ojos del mundo sea una persona estupenda", remarca con rabia.

Acude al entrenamiento con su perro pero aún no es capaz de hacer la parte de la clase en la que se simula el ataque de un agresor. "Aún no puede, poco a poco...", dice el adiestrador.

"Vamos a conseguirlo", la anima Elena.

A ella su agresor nunca le puso la mano encima. "Estuvimos cuatro años juntos, al principio todo era normal, pero a medida que pasó el tiempo se fue haciendo posesivo, muy celoso".

Tanto que llegó a pasarse un concierto entero abrazándola por la espalda para que nadie la tocase, a controlarla de manera compulsiva, a seguirla... "Ya no podía quedar con mis amigos, con mis compañeros de trabajo".

Entonces su agresor empezó a consumir cocaína y ella decidió romper la relación. A partir de ahí el acoso pasó a ser insoportable. "Me vigilaba, me lo encontraba en cualquier sitio y a cualquier hora. Mis compañeros de trabajo tenían que recogerme en casa y acompañarme de vuelta".

En estos casos la actuación policial es muy difícil porque no hay agresión, pero su expareja no se puede acercar a ella por una orden de alejamiento. Elena ha dejado su trabajo y va a cambiar de comunidad autónoma, eso sí, con su perro. "Somos uno, no nos separamos nunca. Es mi vida. Es todo para mí".

"Yo quiero vivir, no voy a dejar que me mate", dicen, y para conseguirlo están dispuestas a todo. Les va la vida en ello.