Tres de la tarde en Hanoi. Es septiembre y hace tanto bochorno que se repiten las imágenes de vietnamitas tumbados a la bartola encima de motos. A la sombra, claro. Ya sin María y Elena, Ana y yo nos disponemos a coger otro bus-cama. Éste es diferente. Ni el trayecto dura 12 horas, en teoría 6, ni el destino es Ninh Binh, sino Sa Pa.

Arrancamos con cuarto de hora de retraso. En el interior del autobús, nos acomodamos en la última fila, que en este caso está completamente reclinada. Viajamos turistas con edades que van desde los veinte a los treinta y pico. Somos los únicos españoles. Bueno, nuestra compañera de delante, francesa de San Juan de Luz, se defiende con el castellano tras pasar seis meses de prácticas en Barcelona.

En esta situación, el móvil se convierte en el mejor aliado para disfrutar del tránsito, ya sea jugando o viendo pelis, y olvidarse de los incesantes botes que damos. Hasta que de repente nos damos cuenta que han remitido. ¿Cómo? ¿Qué pasa? Estamos parados. Miramos atrás y adelante, la cola es inacabable. Los conductores se bajan y comienzan a hablar entre sí. No tiene buena pinta. La demora se alarga una hora. Cuando avanzamos, nos percatamos del motivo: un trailer se ha caído por un puente al río. Nos da tiempo a ver las marcas del frenazo y a decenas de vietnamitas curioseando de cuclillas, una posición que utilizan todos cuando quieren esperar y descansar.

"Al fin, Sa Pa, ya está aquí", grita aliviado un japonés en inglés. Nos lo habían advertido y lo comprobamos, el poblado es ruidoso e iluminadísimo. Los reclamos son parecidos a Ha Noi, de donde huimos, así cogemos el primer taxi que vemos para alejarnos del núcleo y respirar un poco. Ana ha leído buenas opiniones de Ta Van, a ocho kilómetros y allí que vamos. El camino para allá roza la aventura, sobre todo, para el coche, porque atravesamos caminos estrechos, oscuros, baches pronunciados y repetidos, hasta varios riachuelos. Media hora después, estamos sentados cenando en el precioso balcón que nos había entrado por los ojos en la web. Divisamos amplitud pero poco más. La oscuridad manda y el silencio. Sentimos como en Cham Island que el tiempo se detiene. Nos miramos, sonreímos y a dormir.

Caímos redondos, en un sueño profundo, hasta que el canto del gallo y la melodía de un móvil nos desveló. No había sido el mejor despertar, pero se acercó en cuanto Ana movió la cortina. ¡Qué vistas! ¡Si parece Suiza! Y era verdad porque teníamos delante de nosotros un valle verde enorme que recordaba a aquellos que tenemos más cercanos. No podíamos imaginar que los campos de arroz se podían elevar tanto ni que andar 8 kilómetros podía exigirnos hasta para cada poco. Y había una razón lógica: hacía un sol inusitado por esos lares. También porque las subidas y bajadas no eran como caminar por La Rambla. Y ya nos hubiera gustado encontrarnos con más de dos bares como ofrece el Camino de Santiago. Un español, desesperado, nos entró en modo "auxilio" por las ganas que tenía de beberse una caña.

Aquel día, el primero, desesperábamos algo por el calor. Ni rastro del mismo tuvimos los tres días siguientes, más bien lo contrario cuando se pintaba el cielo de un tono oscuro. En esos momentos, que echamos mano del chubasquero, porque las sudaderas descansan en La Terreta, charlamos con un cercano DJ israelí, afincado en Berlín, Omer y una pareja de lo más variopinta. Ella, japonesa de 51 años, conoce 50 países y la mayoría antes de los 30, 13 de África; él, neozelandés de 50 tacos, bonachón y bebedor. Se conocieron en un hostel de San Diego, iban solos, ella quería ir a México y preguntó si alguien le acompaña. Así surgió su historia y así bajamos el telón a la última noche en Ta Van.