Jueves, 3 de mayo. 7:00 horas. Javier se levanta de un resorte, se asea y viendo que los 15 peregrinos de la habitación se hacen los remolones pega un grito: "¿¡Qué somos!? ¡Peregrinos! ¿¡Y a qué hemos venido!? ¡A andar, andar y andar!". Todas las cabezas, que se ladearon, no daban crédito, sobre todo, los holandeses. Una familia, compuesta por madre, padre, hija e hijo, que no sabían cómo encajar aquello. El caso es que todos nos pusimos en marcha. En principio, la etapa duraba 19 kilómetros. Casi todos nuestros compañeros hicieron desde Arzúa a Rúa. Por varias razones: llegas a la hora de comer y lo que luego te apetece es dormir una siesta. También porque la etapa es más ligera, partes en dos los cuarenta kilómetros que hay hasta Santiago.

Pero antes de llegar a esa altura del trayecto regresemos al punto de inicio de la penúltima etapa. Javier y yo decidimos desayunar como de costumbre (los últimos 3 días) bollo y café. Nos separamos un poco de la ruta habitual hasta caer en una pastelería rica. ¿Quiénes aparecieron por allí? Los holandeses. Ya más relajados. Todos. Por eso estuvimos unos minutos charlando y pudimos conocer su historia con el Camino. Resulta que salieron hace 8 años de su país en bicis y cada año hacían un trayecto. Estaban llegando al final. Qué manera más interesante de montárselo.

Arrancamos las piernas y tiramos millas. Durante los primeros metros nos topamos con el grupo de peregrinos a los que los hombres, las espaldas y, sobre todo, las cabezas les han dicho basta y están entregando sus cosas personales con forma de mochila a unas personas que se las llevan en coche hasta el próximo hospedaje. Yo lo pensé y estuve cerca de hacerlo para esta etapa, porque el día anterior me dolía mucho el hombro izquierdo pero me levanté mejor y preferí seguir siendo el costalero de mis bártulos. El destino nos lo quiso poner rodado porque en los primeros kilómetros casi todo eran cuestas hacia abajo. Javier sonría. Pronto nos encontramos con uno de esos detalles que engrandecen la ruta. Un chalet, con pinta de bar pero que no es un bar y que ofrece fruta y café gratis (solo dejando la voluntad) en un marco precioso, lleno de césped, sillas y sillones. Ahí realizamos una parada necesaria y placentera. Charlamos un poco entre los compañeros y Javier decide arrancar el primero. Yo, a los quince minutos, lo hago con Gerard, un tarraconense que trabaja de mozo en un hospital. Nuestra charla dura una hora y toca los puntos vitales que cada uno quiere exponer: curro, pareja, formación, futuro, Camino. Pasamos por un precioso bar decorado por fuera con las botellas que cada cliente ha consumido. Lo sabemos porque cada una tiene un nombre. No nos detenemos mucho hasta que empezamos a ver un bar muy bien situado, con unas vistas espectaculares. Paramos y al rato, desde la terraza, vemos que llegan Pablo Albadalejo y Javier charlando. Se unen a nuestro plan y nos invade un poco el silencio. Al menos el mío acaba cuando veo entrar por la puerta a mis dos compañeras canadienses del primer día. No doy crédito. ¿Qué probabilidades había de que nos encontráramos? Pensaba que ellas iban a llegar antes a Santiago porque llevaban otra marcha. En fin, nos saludamos y vuelta a caminar. Este trayecto hasta Rúa no se me hace tan placentero, salvo por la meditación de veinte minutos. Hace calor y estoy bastante cansado.

Cuando entramos en el pueblo en el que a priori íbamos a dormir, nos vamos directo a comernos una buena fabada. Estamos cansados y hace sol. Son las tres de la tarde. Lo fácil sería soltar la mochila y las piernas. Como queremos más marcha, seguimos diez kilómetros más. Ahora el destino nos depara cuesta y solo cuesta. En una de esas damos con dos coreanas solitarias. Son cosas del Camino. Cualquier nacionalidad es de la partida. Total. Llegamos a Lavacolla. Preguntamos a algunos vecinos sobre qué albergue nos recomienden y llegamos a uno en el que no hay habitaciones pero como también es pensión nos reubican. La sorpresa llega cuando entre las ocho personas que habitan la casita que da lugar a la pensión encontramos de nuevo a Pablo Albadalejo. Vuelve a surgir la pregunta: ¿Qué probabilidades había de que nos encontráramos? "Así es el Camino", suelta un gaditano. Risas. Son las siete de la tarde y nos vamos al súper para idear una cena a base de ensalada y fruta. Cuando llegamos a la cocina de pensión, la escena es una cena de peregrinos con tortilla, arroz y más manjares de la que participan andaluces, portugueses, alicantinos, castellanos y holandeses. La multiculturalidad sazonada con historias y humor. Colgamos el cartel de hasta mañana escuchando las caídas del gaditano.