Domingo, 29 de abril. 12:00 horas. Llego a mi casa, después de haber pasado un rato con mis padres. He de salir en 15 minutos hacia el aeropuerto y aún no tengo la mochila hecha. Es cierto que toda la mesa del salón está ocupada por potenciales elementos para el viaje pero aún no están colocados. "¿En cuánto salimos?", me pregunta Elena. "En 13 minutos", contesto. Ella se viste y me ayuda a organizar el equipaje. Es la primera vez que voy a viajar solo y dadas las circunstancias no sé yo... El objetivo es hacer una pequeña parte del Camino, la recta final francesa, desde Sarria a Santiago. 113 kilómetros, más o menos, en 5 días.

Salimos con tiempo, siempre que no nos encontremos un atasco, con una mochila con capacidad de 50 litros que pesa 10 kilos. Sí, quiero ir ligero. He echado una sudadera, deprisa y corriendo, y una ligera chaquetilla. Ah, voy con los palos de senderista, recién comprados, en la mano. Como nos olemos que posiblemente no pasen el control de seguridad del aeropuerto, Elena espera, por si tiene que llevárselo de vuelta a casa. Más aún después de que una trabajadora de Ryanair nos dijera: "He visto de todo. Depende de la persona que te toque". En mi caso, deliberan tres. "Con una persona mayor no habría problemas, porque los necesita". "No deben haber hecho el Camino", pienso. El dictamen acaba siendo condescendiente, siempre y cuando guarde los palos dentro del equipaje, "porque nunca se sabe lo que puede ocurrir si alguien los ve en pleno vuelo".

Estoy dentro del avión. Ya ha empezado esto, ¡vamos que nos vamos! Hay ganas de empezar la aventura. También, sobrevuela cierta incertidumbre. Voy solo. A mi alrededor se juntan gallegos que vuelven a casa tras disfrutar en Benidorm o por cuestiones laborales. No hay peregrinos a la vista. 13:35, hora de salida, habla el comandante: "Señores y señoras, siento comunicarles que a un avión se le ha pinchado una rueda al aterrizar y ha bloqueado la pista de despegue. Calculo que tendremos una demora de 20 minutos". "Vaya", se escucha en varias filas. La gente sigue a su rollo hasta que sobrepasamos el tiempo y el comandante vuelve a comunicar que sumemos otros veinte. Total, al final no salimos hasta las 14:55. Debimos coger vientos favorables porque dicen que nos adelantamos al tiempo previsto. Aterrizamos a las 16:35. Todo el mundo se relaja, menos yo. Mi tren a Sarria sale a las 17:00 desde Santiago y lo veo crudo. Aún así, lo intento. Echo a correr entre la lluvia y me montó en un taxi. 16:42 marca el reloj. "¿Qué se tarda a la estación de tren?". "Unos 15 minutos", responde con seguridad el taxista. Nada más arrancar le doy unas píldoras de conversación intrascendente que el gallego desoye como haría el genial Harry Dean Staton en Lucky. El caso es que llegamos a tiempo.

El día, que no podía ser de mayor contraste con La Terreta, se clareó. Enlace en Orense y fácil transporte hasta el lugar de inicio. Yo, que iba con mis cascos puesto, no advertí la estampa que me iba a encontrar en la estación: cientos de mochileros con sus chubasqueros saliendo despavoridos en búsqueda de su moradas. El impacto fue tal que alguien soltó: "Si esto parece la Gran Vía". Vistas las circunstancias y que el dueño de un motel me advirtió de la la escasez de habitaciones para dormir, me afané en resolverlo. Tiré de google y, dejando la aventura social para otro día, contacté con una pensión, donde una agradable mujer me reservó la única cama disponible. Ese golpe de viento a favor no me lo esperaba. Pero es que poco después, el dueño del restaurante en el que cené una hamburguesa deliciosa también me sacó una sonrisa. De entrada, pedí vino, me sirvió un vaso y me dejó la botella. Mi experiencia urbanita me hacia pensar que el siguiente trago no entraría en el menú, igual que el pan casero repuesto. Me duró el dilema hasta que, al lado, un japonés se sorprendió, cuando fue a pagar, de que el precio del menú fuera 10 habiéndose bebido casi toda la botella. En cuestión de segundos pasó del extraño al gozo, cuando el camarero le autorizó para llevarse el resto del caldo a su hogar. Cuando me llegó el turno, le comenté la anécdota al dueño y éste me respondió que si percibía buena actitud en el comensal era lo normal. Vamos que acabé con una botella de agua de regalo.

Lunes, 30 de abril

Así fue la previa. Ahora viene el inicio de la marcha. 7:00 horas. Empiezan a escucharse las alarmas. Ojos abiertos. 1 grado fuera. Ducha caliente y a la calle. Para no romper la rutina, café y diario deportivo. Me dispongo a salir en búsqueda del primer destino, Portomarín. Pregunto la dirección y me indica una mujer maja que es todo recto. Llueve y hace frío. El comienzo exige. Tiro para adelante siguiendo a unos ciclistas y en un cruce me topo con una madre y una hija de Montreal. Ya no me despegaría de ellas hasta los últimos 7 kilómetros. Toda la mañana juntos. Conversaciones en español y en inglés. Y empiezo a tomar constancia del espíritu del Camino. Hacemos un alto para beber algo de café, degustar unas pastas y estrenar la credencial. Allí nos juntamos con otras dos canadienses de unos sesenta años que afrontan su quinta edición, al estilo de Félix Sánchez Caballero. La conversación parece no tener fin hasta que hacen acto de presencia unas vacas y los allí presentes, unos cincuenta, desenfundan sus móviles y disparan. Seguimos. Nos solea, tomamos una caña y compartimos experiencias con unos ciclistas que vienen desde O Cebreiro, un poco antes de Sarria. No hay prisa y sí un ligero pensamiento de lo guapo que hubiera estado empezar allí, sobre todo, después verlos rodeados de nieve (aunque lo pasaran mal). Dejo a las canadienses en su albergue y una de ellas me comenta nos vemos en el Camino. Yo creo que no las voy a volver a ver. Somos muchos y ellas quieren llevar a cabo otro itinerario. Total, sigo caminando bajo la lluvia. Lo bueno es que ya no me encuentro pasajes embarrados y al cabo de una hora me entran ganas de comer. Son las 16:00 y veo el anuncio de un bar vegetariano a menos de 100 metros. "Ésta es la mía", me digo. Entro. No hay nadie. Al poco sale la camarera alemana. Lo que tiene el Camino, porque el pueblo tiene cuatro casas. El cocinero se ha ido a descansar, por lo que como algo frío. Mientras tanto se acerca una chavala húngara, que había saludado antes. Ella solo bebe un refresco. Como entablamos conversación, seguimos juntos el último trecho. Me pregunta: "¿Qué tal estás?". "Algo cansado". "Me suena". "¿Cuánto llevas?". "Ésta es mi primera jornada". Se echa a reír. "¿Y tú?". "Salí hace un mes desde Sant Jean Pied de Port, Francia". ¿Cómo? Jaja. "Llevaré unos seiscientos kilómetros". Si hasta ese momento creías que estabas haciendo una heroicidad, el pensamiento se acabó de golpe. Espectacular. Me cuenta que en el trayecto ha estado varios días en el Hospital, por ampollas y porque le entró una insolación de mil demonios en La Meseta. Castilla curte. Este mismo comentario me lo voy a ir encontrando durante esos días. La dureza debe ser bonita. Bueno, sobre las 17:30 nos plantamos en Portomarín, un poblado que en 1962 se trasladó monte arriba para salvarse de las crecidas del río Miño. De hecho, cuando baja el caudal se pueden ver los vestigios del antiguo poblado. Como la húngara iba decidida al albergue público me dejé llevar. Después de ver el precio de 6 euros, más aún. Al entrar en la habitación estaba tan deseoso de dejar las cosas, que no caí en la cuenta que la litera donde me ubiqué era el ático de una pareja que deseaba pasar una noche de bodas en el sótano. Pero claro estaban ante 30 personas. Ya podían ser muy buenos. Me habían advertido de los ronquidos que me iba a encontrar y desde luego que no se quedaron cortos. De lo que no iba apercibido era de la multiculturalidad que iba a vivir. No es que hubiera variedad, es que había una representación mundial en la habitación. Eslovaquia, Hungría, Portugal, Bulgaria, Japón, Estados Unidos, Francia, Italia, China, España De todas las edades. Desde 70 a 20. Y, entro todos, un personaje de los buenos, Javier de Miranda de Ebro.