Al alicantino Javier Rius no le faltaron agallas para viajar hace dos veranos desde Alicante a Turquía haciendo dedo. Tampoco le faltó optimismo a la hora de llegar a su objetivo, percatarse de que había olvidado el pasaporte y no le dejaban entrar al país, y buscar un nuevo destino. De coche en coche dirigió sus pasos hacia Grecia, donde decidió cambiar de táctica: pasar del auto-stop al barco-stop.

"Quería conocer la vida del mar, así que me metí como empleado en barcos de turcos y griegos. La experiencia fue increíble, tanto que me entraron unas ganas tremendas de repetir". Dicho y hecho. Tras volver a Alicante y terminar su carrera de Medicina, volvió a hacer el equipaje y se fue para Canarias sin billete de vuelta. Objetivo: encontrar un barco con el que cruzar el océano Atlántico.

Al poco tiempo conoció a la tripulación de Jennifer Figge, una americana que pretendía cruzar a nado el Atlántico, hazaña sólo conseguida por dos hombres. El proyecto le cautivó y a los pocos meses, el 10 de abril de este mismo año, zarpaba como médico de la nave hacia Cabo Verde, zona de partida de la nadadora de Aspen (Colorado, Estados Unidos). La aventura ha durado 42 días, y en ella han atravesado más de 3.400 millas náuticas y lidiado con medusas, tiburones e incluso ballenas, que aunque se dice que son inofensivas, una gigante amenazó con un cabezazo a la embarcación y a la nadadora.

"Los primeros 10 días Jennifer sufrió el ataque de seis escualos, aunque ninguno llegó a morderla. Dos de ellos se acercaron un montón. Uno lo vimos escondido en una ola, con toda su cara de cabrón. Y en otra ocasión vinieron 3 juntos, porque dejaron ver sus aletas dorsales sobre la superficie, cosa que no es habitual por mucho que nos lo repitan en las películas de Hollywood", explica. Y es que según Rius, que adquirido tras esta experiencia los conocimientos de un curtido marinero, cuando uno ve la aleta es porque ya ha decidido atacarte y va directo hacia ti. Normalmente con los humanos son más curiosos que hambrientos y te rodean haciendo círculos cada vez más pequeños, tardando un rato hasta pegarte el bocadito.

"Jenni nadaba durante seis horas. De 9.30 horas a 16 horas, ya que la hora de comer de los tiburones son las cinco de la tarde, y suelen ser bastante puntuales. Organizábamos turnos para vigilarla. Kevin, experto en pesca submarina, lo hacía subido en un catamarán, armado con un fusil. En alguna ocasión tuvo que saltar al agua para interponerse entre ella y el animal. Aunque nunca disparó, ya que si lo hacía y comenzaba a salir sangre el reclamo para el resto", narra el médico alicantino.

Su labor se limitaba a controlar la nutrición de la deportista todos los días. Curar picaduras de medusas a diario, heridas y esguinces y alguna infección menor. También un brote de gastrointeritis que afectó a la tripulación. Asimismo, cada mañana, charlaba un poco con Figge sobre cómo se encontraba y le hacía un chequeo médico: hidratación, pulso, mucosas, tensión arterial... Para lo que más tenía preparado su arsenal médico era para los posibles ataques de escualos. Sobre su espalda siempre portaba una mochila con un equipo antihemorragias.

Sin embargo, el mejor remedio para combatirlos fueron unas rayas blancas que la socorrista de la nave, Sara, decidió pintarle, para que pareciera una serpiente venenosa. A partir de ahí, curiosamente, no sufrieron más ataques.

Rius destaca la resistencia y el optimismo de Figge. A pesar de estar 31 días nadando y recorrer con 480.000 brazadas un total de 600 kilómetros. También resalta que no es una deportista de élite, simplemente una mujer que a los 30 años le prometió a su hijo que dejaría de fumar, y para aliviar el mono comenzó a correr maratones, megamaratones y luego a nadar océanos. "Tiene una gran resistencia al dolor y una buena dosis de temeridad. Nosotros, sobre el barco, pasábamos más miedo que ella. Dice que no hace esto por los récords. Simplemente porque está enamorada del mar".

El pasado viernes alcanzaron playa Tortuga, en Trinidad-Tobago, donde la deportista estadounidense había decidido acabar la etapa. El alicantino quiso nadar con ella la última milla hasta alcanzar esa orilla, donde las tortugas gigantes se trasladan para depositar sus huevos. El mar estaba verde, espeso, ya que allí se mezclan las aguas con los ríos Orinoco y Amazonas

"Al tocar tierra el subidón fue increíble. Nos pusimos todos a abrazarnos y a gritar. Yo casi me como un puñado de arena. Mereció la pena", subraya. Ahora, el alicantino descansa junto al resto de la tripulación en Trinidad-Tobago. El objetivo es ahora presentar un documental sobre la historia, que el reportero húngaro Zoli, que también les acompañaba, ha grabado con su cámara de vídeo.

Ahora, el joven médico, con un buen lote de experiencias que se lleva en la mochila -nadar junto a ballenas y delfines, bregar con tormentas en mitad del Atlántico, convivir más de un mes en alta mar-, continuará su camino. De momento tratará de trabajar de médico en Cuba, Costa Rica o México. "Estoy harto de Europa, por aquí hay más aventuras que experimentar".