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Sujeto & predicado

Pablo Iglesias. Crónica de un accidentado aterrizaje en la realidad

En este país hay un nuevo deporte de salón, que está haciendo furor entre periodistas, aficionados a la política y gente con mucho tiempo libre

Esta historia empieza en unas plazas tomadas por la ira, por el miedo y por el cabreo general. El drama de la crisis sacaba a la calle a miles de españoles, aterrados ante un panorama económico de miseria e indignados por el papel jugado por una clase política catatónica absolutamente desconectada del mundo real. Corría el año 2011 y el movimiento del 15-M hacía temblar los cimientos de una democracia, que hasta aquellos días convulsos había presumido de solidez.

El gran acierto de Pablo Iglesias y de los fundadores de Podemos fue coger la bandera de aquella inmensa oleada de malestar ciudadano. Con una habilidad que para sí quisieran muchos veteranos de la política, aquellos profesores universitarios aprovecharon la coyuntura y se convirtieron en la cara visible de un movimiento que no tenía ni padre ni madre. Fue una brillante operación, que basó su éxito en dos pilares fundamentales: por una parte, un discurso radical de descalificación hacia el sistema político que este país se había dado en la Transición y por la otra, un uso magistral de los medios de comunicación, que le dieron al hombre de la coleta el tratamiento VIP que se reserva a las grandes estrellas televisivas.

Fue llegar y besar el santo. Fue un terremoto, que puso patas arriba el plácido paisaje del bipartidismo. Dos años después de su creación, el partido de Pablo Iglesias amenazaba seriamente la primacía del PSOE como primera formación de la izquierda, se comía con patatas los restos dolientes de IU y sumía a la derecha de toda la vida en un estado de paranoia permanente. En cuestión de meses, el jefe de Podemos pasaba de animador de tertulias a ejercer de referente político imprescindible. Su figura se agigantaba y crecía su hiperliderazgo hasta extremos que rozaban el ridículo. Los magacines mañaneros de la tele dedicaban amplios espacios a hablar sobre su ropa comprada en el Alcampo o a describir la humildad franciscana de su piso de barrio en Vallecas.

El sueño se fue diluyendo entre furiosas divisiones internas y meteduras de pata de principiante. El PSOE gana dos elecciones consecutivas, Podemos pierde votos a chorros e Iglesias se enfrenta a la puñetera realidad, que le dice que nunca podrá ser presidente de Gobierno y que el único poder que tocará su partido llegará a través de pactos con los denostados socialistas. En esos momentos de declive electoral y mientras sesudos columnistas firman el acta de defunción del partido morado, le llega a Iglesias su gran oportunidad y se agarra a ella como a un clavo ardiendo. Podemos consigue de la mano de Pedro Sánchez el objetivo inalcanzable del PCE e IU: meterse en un gobierno de coalición.

El aterrizaje en la mullida moqueta de los despachos abre otra etapa en la historia personal de nuestro hombre. A partir de ese momento, todos sus gestos son mirados con lupa, todas sus intervenciones públicas se analizan al detalle y todas sus renuncias se convierten en tema de debate público. Llega el tiempo de las comparaciones. Cada uno es esclavo de sus palabras y Pablo Iglesias (un personaje con tendencia a ejercer de bocazas) ha dejado un inagotable rastro de verborrea radical, que choca frontalmente con la prudencia que muestra como vicepresidente del Gobierno de España. Mientras sus partidarios hablan de un ejemplar ejercicio de realismo, sus detractores denuncian una vergonzante rendición a cambio de un mísero plato de lentejas.

Mientras él sigue enredado en la maraña de la «realpolitik», nadie acaba de tener claro cuál puede ser el próximo capítulo de la aventura política de Pablo Iglesias. Unos creen que puede consolidarse como uno de los pilares de una izquierda en situación de pacto permanente y otros piensan que acabará sucumbiendo al abrazo del oso del PSOE, del que saldrá convertido en el jefe de una fuerza política residual e irrelevante. Lo que nadie le puede negar es que su fulgurante irrupción ha cambiado para siempre las formas de hacer política en España.

Posdata. Cada vez que un entrevistador listillo le preguntaba a Manuel Vázquez Montalbán sobre la incongruencia existente entre su militancia comunista y su afición a los restaurantes de alto copete, el maestro de periodistas arrugaba el bigote y soltaba un lacónico «cada uno ha de asumir sus propias contradicciones». A favor del padre del detective Carvalho hay que decir que él nunca prometió «asaltar los cielos» ni hacer tabla rasa con la casta política. No es ése el caso de Pablo Iglesias; un hombre que se ha construido una brillante carrera política sobre unas altísimas exigencias de rigor ético y moral que le obligan a responder hasta de la más nimia de sus acciones.

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