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Sujeto & predicado

El pasado siempre vuelve

Eduardo Zaplana lleva dos años recorriendo este calvario en medio de la sensación general de que los datos sobre su implicación en el caso Erial cierran el gran círculo de la corrupción del PP valenciano

El pasado siempre vuelve

El tópico de la carrera meteórica parece especialmente pensado para describir la trayectoria de Eduardo Zaplana. En algo menos de veinte años, pasó de superviviente de los restos del naufragio de la UCD a convertirse en uno de los factótums del PP nacional. Desde que en 1991 accediera a la Alcaldía de Benidorm en medio de una oscura operación de transfuguismo, siguió una imparable ruta ascendente que lo llevó a presidir la Generalitat Valenciana, a ejercer de ministro y de portavoz del Gobierno en Madrid y a asumir el complejo papel de portavoz parlamentario de un Partido Popular abruptamente aterrizado en los bancos de la oposición en el Congreso. Dejó la política aprovechando una de esas magníficas puertas giratorias que el mundo empresarial les reserva a los políticos de postín y durante seis años felices ejerció de altísimo directivo internacional de Telefónica.

Además de dejar una completa hoja de servicios, el paso de Zaplana por la política nos ha legado un estilo propio y personal de hacer las cosas, que durante cerca de dos décadas ha marcado el rumbo político de todos los gobiernos valencianos del PP, ya fueran en la Generalitat, en las diputaciones provinciales o en los ayuntamientos. Se trataba básicamente de ejercer el poder sin ningún tipo de contención, de conseguir los objetivos marcados aunque para ello fuera necesario pasearse por el lado peligroso de la legalidad y de entrar a saco en las instituciones públicas hasta convertirlas en una potente maquinaria de repartir favores y castigos. El gigantesco entramado de miedos, de silencios y de complicidades tejido por Zaplana durante su etapa presidencial es, sin ningún género de dudas, la piedra fundacional sobre la que se construyó un modelo de Comunidad Valenciana, que con el paso del tiempo se convirtió en un vergonzante ejemplo internacional de corrupción, despilfarro y desgobierno.

Mientras el PP valenciano sucumbía aplastado por un alud de escándalos judiciales y los telediarios de toda España se llenaban de imágenes de consellers, de alcaldes y de presidentes de Diputación haciendo el paseíllo por los juzgados, nuestro hombre se miraba tranquilamente los toros desde la barrera. Alrededor de Eduardo Zaplana se iba construyendo una mitología mágica, que lo presentaba como un ser invulnerable, capaz de salir limpio como una patena del fangal en el que chapoteaban con torpeza sus compañeros de partido.

Este sueño de impunidad se acababa bruscamente en 2018. Su detención y su posterior encarcelamiento bajo la acusación de blanqueo de capitales demostraban que el pasado siempre acaba volviendo, aunque sea en forma de furgón de la Guardia Civil. La imagen de Zaplana detenido provocaba un violento terremoto político en la Comunidad Valenciana. El país se llenaba de tipos diciendo «yo ya lo dije», sus críticos consideraban que el arresto era la pieza que completaba el puzzle de los años de plomo de la corrupción y una multitud de antiguos amigos y de fieles colaboradores del reo se daba rápidamente a la fuga al grito de «¡a mí, que me registren!».

Definitivamente instalado en la sección de tribunales, Eduardo Zaplana se ha convertido en un género periodístico en sí mismo. El levantamiento del secreto sumarial del caso Erial ha puesto cifras y nombres a esta fea historia de comisiones millonarias y de paraísos fiscales. Las páginas de los periódicos se adornan con infografías con flechitas y cuadros sobre complejas tramas empresariales, que guardan una siniestra semejanza con esos muros con fotos de mafiosos que los agentes del FBI se montan en las películas cuando quiere desarticular una banda; mientras tanto, el término «clan Zaplana» empieza a hacer fortuna en los titulares para darle más contundencia literaria a la descripción de una estructura delictiva creada con el único objetivo de saquear fondos públicos.

Revisar la maraña de datos que ofrecen estos días las crónicas judiciales es como meterse en el túnel del tiempo y hacer una expedición retrospectiva a aquellos tiempos triunfales en los que los perros se ataban con longanizas y en los que el PP gobernaba vidas y haciendas de la Comunidad Valenciana con mano de hierro. Recorrer este mapa de comisiones, de dinero negro y de empresas interpuestas con nombres exóticos es un reencuentro ilustrativo con la figura histórica de Zaplana; aquel encantador de serpientes todopoderoso e infalible, que durante unos años interminables hizo bailar a todo un país al son de su música.

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