La forma en la que la mente humana va hilvanando el pensamiento es muy curiosa; o eso, o es que yo tengo una manera de pensar francamente retorcida, que también es posible. De hecho, debo confesarles que el tiempo que transcurre desde los viernes, día en que se publican mis artículos en esta sección de INFORMACIÓN, hasta el miércoles por la tarde, que es cuando, por regla general, envío el siguiente a la redacción del periódico, dedico mucho tiempo a ir pergeñando en mi cabeza el tema sobre el que he de escribir. Tanto es así que muchas veces, cuando me siento delante del ordenador, el artículo fluye, porque estaba previamente estructurado en algún recóndito rincón de mi psique.

Esta semana, buceando en ese profundo y proceloso océano de mi consciencia, ésta me indicaba que debía escribir algo sobre las elecciones municipales en Elche, dado que, precisamente hoy, ha comenzado la campaña con la tan tradicional, como absurda, «pegada de carteles». Sin embargo, mi parte subconsciente se rebelaba contra esa idea, rechazando el tema por manido, inane y, sobre todo, aburrido.

En cualquier caso, y abundando en esas asociaciones mentales extrañas que a veces nos acuden, también me dio por pensar que el aburrimiento, tantas veces denostado, en el fondo es un estado de ánimo que lejos de ser susceptible de ser censurable, puede llegar a ser hasta necesario para nuestra salud mental; a decir verdad, han sido muchos los pensadores que han teorizado sobre el aburrimiento, entre los que cabría reseñar a dos: el filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-1855), considerado como el padre del existencialismo, y el británico Bertrand Russell (1872-1970), filósofo, lógico y ganador del Nobel de Literatura en 1950.

Las aportaciones de Russell a la lógica, la epistemología y la filosofía de las matemáticas lo encumbraron como uno de los principales pensadores del siglo XX, aunque para la mayoría es más conocido por su faceta como activista en pro de los movimientos pacifistas, así como por sus escritos sobre temas sociales, políticos y morales. Durante su larga, fructífera y, en ocasiones, controvertida existencia, publicó más de setenta libros y dos mil artículos, se casó cuatro veces, se vio involucrado en multitud de polémicas, y fue ensalzado por unos, en la misma medida que vilipendiado por otros.

Precisamente, en una de las obras de Russell, La conquista de la felicidad, escrita en 1930, el iconoclasta filósofo intenta desvelar la miríada de factores que causan la infelicidad del hombre moderno, con una agudeza que noventa años más tarde sigue siendo actual. En un pasaje de ese libro podemos encontrar una frase que se ha convertido en una de sus más célebres citas, cuando afirma que «Una generación incapaz de soportar el aburrimiento será una generación de hombres pequeños, de hombres excesivamente disociados de los lentos procesos de la naturaleza, de hombres en los que todos los impulsos vitales se marchitan poco a poco, como las flores cortadas en un jarrón».

En efecto, el hombre moderno, y esto era tan cierto en 1930 como lo sigue siendo ahora, está, en palabras del propio Russell, menos aburrido de lo que estaban nuestros antepasados, pero teme más al aburrimiento. En el capítulo del libro bajo el epígrafe de Fastidio y excitación, se nos presenta una disección sobre el aburrimiento presentado bajo una óptica diferente a las utilizadas hasta ese momento: conforme ascendemos en el escalafón social, cuando tenemos dinero para permitirnos no trabajar, o trabajar menos, la búsqueda hedonista del entretenimiento se hace cada vez más intensa para huir del aburrimiento. En cambio, los que necesitan trabajar más para ganarse la vida, ya obtienen su parte de tedio, por obligación, durante las horas que deben permanecer en sus puestos laborales.

En consecuencia, el aburrimiento, como decía anteriormente, no es algo malo per se, como se nos está intentando hacer ver, sino que su cultivo, desde la más tierna infancia, fortalece el sistema inmune del cerebro de los niños para que se conviertan en adultos psicológicamente sanos. Sin embargo, los padres modernos nos sentimos culpables si nuestros hijos se aburren, por lo que tendemos a ofrecerles multitud de estímulos, como un teléfono móvil, en el peor de los casos. Con ello, lo único que conseguimos es evitar a los niños el necesario y fructífero proceso de aburrirse, mediante el que se estimula su imaginación y su inventiva.

Incluso el mejor de los libros contiene párrafos aburridos. Observemos pues esta campaña electoral que hoy comienza desde un aburrimiento crítico y acudamos a votar el próximo día 26 de mayo, aunque nos aburran ya tantos comicios, y nos hastíen los erráticos mensajes de los candidatos locales. Porque si consideramos aburrida la democracia, imaginen lo que tuvo que ser la dictadura.