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Cuando Charles Laughton gritó: ¡Viva la democracia imperfecta!

Viejos partidos con muñidores eternos siguen haciendo la misma política que cuando no existían móviles

Pongamos que son los años noventa. Sede de alguna casa del pueblo. Hay corrillos en las esquinas o en los pasillos. Murmullos acelerados. Algún grito a destiempo. Bolsas de humo suspendidas en el aire de los cigarros, porque entonces se podía fumar y se fumaba mucho a causa de los nervios y se atestaban de colillas los ceniceros. Mesas repletas de listas de militantes, de cuartillas con operaciones aritméticas hechas a toda prisa que suman mayorías o minorías de militantes y facciones. Carreras apresuradas hasta el otro extremo de la sala para hablar con algún rival que puede convertirse en aliado con unas palabras dichas a tiempo. Salidas a toda mecha para realizar alguna llamada incluso cuando aún no existían móviles, que siempre se encontraba algún teléfono en algún bar cercano, en alguna cabina. Y siempre, siempre, alguien rodeado de mucha gente porque es el que decide o el que tiene los ases en la manga para decidir: el muñidor, el del contacto directo con el jefe. El del aparato.

Así durante años. La misma escena repetida hasta la saciedad cada vez que alguna agrupación socialista elegía algún nuevo secretario general con su nueva ejecutiva. Había democracia, sí, porque finalmente tenía lugar una votación, pero era una democracia controlada, presionada por amenazas veladas. Eso, en el PSOE. En el PP ni eso, que las cosas se decidían desde Génova, pero siempre había propuestas elevadas a Madrid por los prebostes locales tejidas de las mismas presiones, llamadas y nervios hasta que todo quedaba atado. Lustros así: corrientes enfrentadas dirimiendo eternas batallas.

La política valenciana y la alicantina jamás se habrían entendido sin lermistas, romeristas, críticos, renovadores, campistas, zaplanistas, ciscaristas, sanchistas, ortodoxos o casadistas que se odiaban entre sí más que al rival del otro partido: no conocí nunca mayor inquina política que la que se profesaron durante siglos en Benidorm Manuel Pérez Fenoll y Gema Amor por controlar el partido en el que los dos se criaron y que no era otro que el PP. No fueron simples guerritas de salón: estas pugnas urdieron planes urbanísticos, tuvieron su espejo en alianzas empresariales, marcaron la vida política de los municipios durante decenios, llenaron de trabajadores afines los ayuntamientos, cambiaron gobiernos, pusieron y quitaron alcaldes. Que se lo pregunten si no a Orihuela, a Dénia, a Benidorm, a Alicante más recientemente (cuando ya había móviles y no se podía fumar) con el belmontazo. Porque a PP y PSOE se han unido en esta loa a los daños colaterales de la fontanería política las otras fuerzas políticas que venían pregonando que ellas ya no eran la casta política. No se crean nada. También lo han sido. Lo son.

Es verdad que después de que la ciudadanía se cansara de tales panoramas y se produjera un grito multitudinario de cansancio cristalizado con la toma asamblearia de las calles en las plataformas del 15-M, parecía que algo había cambiado: que los partidos habían aprendido la lección y que todos instauraban primarias y democratizaban la elección de sus dirigentes. Pero nada. Humo. Miren si no la reciente trifulca entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón Pablo Iglesias Íñigo Errejónprecisamente en el partido que más debe su razón de ser a aquellos movimientos populares.

Siempre habrá muñidores. Siempre existirá un Ángel FrancoÁngelFranco en agrupaciones socialistas como la de Alicante. Ay, el PSOE de Alicante: allí donde, por orden cronológico, es posible anular unas primarias mandando al garete todos esos empeños democratizadores de antaño porque no gusta ningún candidato, ni siquiera Eva Montesinos, piedra angular del primer gobierno socialista en esta ciudad en veinte años, ni José Asensi pese a ser la voz del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; allí donde se puede hacer el ridículo durante meses buscando un alcaldable tras otro para que todos te digan que no; allí donde por fin se proclama a uno, Francesc Sanguino, ratificado por el mismísimo president Ximo Puig, eureka, que listos somos; y allí donde finalmente hasta el mismísimo Puig recibe un fenomenal bofetón cuando Ferraz dice, vale pues Sanguino, pero se habrá de someter a primarias como cualquier hijo de vecino, que es lo mismo que yo tengo que hacer con Pepu Hernández en Madrid pese a que es amigo mío, a ver si Sanguino, que no lo es, va a ser más que mi buen amigo de la época del Estudiantes.

O sea, que sí, que ahora volvemos a ser demócratas en el PSOE de Alicante. Pero que tampoco cunda la alarma. Porque, ¿saben qué estará haciendo Franco ahora mismo? Pues listas de militantes amigos, listas de militantes dudosos que pueden ser mis amigos y listas de militantes enemigos a los que se pueda presionar. Con móviles y sin tabaco, pero lo de siempre. Para que gane el que tiene que ganar. La vida no ha cambiado. Ese es el drama.

Y lo es porque erosiona la vida de los partidos. Y no estamos para erosionarlos: nos podrán gustar más o menos, pero detrás de ellos no hay nada. Solo el abismo. O Vox. Por eso, a estas pobrecitas criaturas que son las fuerzas políticas, herederas en realidad del mejor pensamiento que ha dado Europa (un tal Montesquieu, un tal Rousseau), las salas atestadas de corrillos y de muñidores les hacen tanto daño. A los partidos, pese a lo que ha llovido (y mira que ha llovido a mares), deberíamos cuidarlos más. Y dejar que su democracia crezca aunque no nos guste, en vez de empeñarnos en dirigirla. Ya saben aquella frase que clamó desde su portentosa humanidad Charles Laughton en «Espartaco» durante los últimos estertores republicanos de la Antigua Roma: «Prefiero la más imperfecta de las repúblicas a la más perfecta de las tiranías». Nadie le hizo caso. Y ya saben lo que vino después. Nerón y todo eso.

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