En Madrid siempre ha corrido una anécdota, ya conocida y contada en otras ocasiones, que alertaba sobre los riesgos y las ventajas de abordar una u otra reivindicación territorial en función del rincón de España del que llegara. De esta manera, detallan los que la relataban, cuando se embutía en una habitación con las puertas y ventanas cerradas a representantes de Cataluña -empresarios, partidos, entidades...- la maniobra, normalmente, generaba un efecto de cohesión que unificaba y amplificaba sus peticiones. Por contra, sin embargo, cuando surgía en la Comunidad Valenciana un movimiento para exigir un trato justo al Estado, solo había que meter a nuestros dirigentes en esa misma estancia y dejar pasar el tiempo para que acabaran enfrentados y terminaran «com un cabàs de gats», tal y como reza el tradicional dicho en valenciano.

La negociación de la nueva financiación autonómica arranca hoy después de casi cinco años de bloqueo -el sistema está caducado desde enero de 2014- con una evidente rebaja del nivel de presión en este asunto del presidente de la Generalitat, Ximo Puig, desde que Pedro Sánchez relevó a Mariano Rajoy en la Moncloa; las grietas en el discurso de los partidos valencianos alentadas por la distorsión de Ciudadanos con la necesidad de visibilidad de Toni Cantó junto al toque de atención de los empresarios para mantener la unidad; y las dudas evidentes sobre la capacidad de influencia en todo este proceso del ala socialista del Consell después de «tragar» en el último Consejo de Política Fiscal y Financiera para disgusto monumental de Mónica Oltra como líder de sus socios de Compromís con un voto favorable al gobierno de Pedro Sánchez a cambio de las «migajas» del sistema: una aportación de 850 millones, poco más de la mitad de lo que se viene reclamando anualmente, pero sin garantía alguna de pactar una reforma del actual sistema de financiación antes de finalizar este complicado mandato.

No estamos ante una cuestión menor. Es un asunto clave de la agenda política valenciana. La Generalitat considera que, para gestionar sus servicios de acuerdo a un reparto correcto de los fondos, cada año debería ingresar alrededor de 1.325 millones más. Todo ese desajuste, además, ha acumulado una deuda histórica que se acercaría a los 18.000 millones, el 40% del total del lastre del Consell con los bancos. La falta de financiación de la Comunidad comenzó a finales de los años 80 del siglo pasado con el proceso de transferencias de Sanidad y Educación, sufragado en gran medida por las arcas de la Generalitat con cargo al recurso a la deuda cuando otros territorios recibieron esas competencias con las infraestructuras necesarias ya financiadas y ejecutadas por el Estado. Continuó posteriormente con dos modelos nefastos para la Comunidad: el promovido por el gobierno del PP de José María Aznar con el beneplácito del hoy en prisión preventiva acusado por corrupción Eduardo Zaplana, en vigor desde el 2004 hasta 2009; y el que aprobó ese último año el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, sistema que el gobierno de Rajoy ha mantenido hasta que ahora, finalmente, se inician unos contactos para renovar un sistema sobre el que, además, pesa otra incertidumbre: los mensajes de los ministros de Pedro Sánchez poniendo en duda que el modelo pueda reformarse en lo que le reste de legislatura a este ejecutivo por la crisis catalana y la falta de consensos.

El presidente Puig, como explicitó en el último debate de Política General para enfado de Compromís, y el conseller de Hacienda, Vicent Soler, han considerado un cambio de rumbo en la relación con el Estado el inicio aún lejos de concretarse de esta negociación y un avance los 850 millones que recibirá este año como aportación extra la Comunidad. Rechazan que sea una «migaja» a pesar de que se queda lejos de las exigencias de la Generalitat y exhiben como prueba que otras comunidades socialistas -como Aragón- se han enfadado con la Moncloa por favorecer, dicen, a Ximo Puig. Ayer mismo, la Ministra de Hacienda, María Jesús Montero, a preguntas de Jordi Navarrete, senador de Compromís, reconoció una vez más que la Comunidad es la que menos financiación «per capita» tiene, y se comprometió a paliar este escenario impulsando un nuevo sistema de financiación.

Es una declaración de intenciones sin demasiado valor real. El gobierno necesita los votos de Compromís para aprobar sus presupuestos -salvoconducto para estirar la legislatura al menos hasta después de las elecciones municipales y autonómicas- y eso obliga a la cortesía parlamentaria. Pero las tensiones territoriales alejan la solución de la nueva financiación al tiempo que tampoco garantizan que, de aprobarse, se atiendan las reivindicaciones de la Comunidad. Así que este proceso largo y complicado que hoy arranca con unas elecciones valencianas de por medio pone en juego tres cosas. Primero: la credibilidad del discurso de Puig frente a Madrid con vistas a su campaña. Segundo: mantener la unidad de la clase política y social valenciana sin arañazos tácticos entre los gatos para elevar una reivindicación esencial para mantener el autogobierno. Y tercero: demostrar, de una vez, si esta Comunidad tiene influencia suficiente para dejar de alimentarse de «migajas». En palabras del alcoyano Ovidi Montllor: «Ja no ens alimenten molles, ja volem el pa sencer». Un reto monumental.