La noticia de la detención de Eduardo Zaplana por un presunto delito de blanqueo de capitales entierra de forma definitiva el universo simbólico de éxitos que el PP construyó a lo largo de sus veintes años de gobierno en la Comunitat Valenciana. Zaplana no es uno más del nutrido listado de dirigentes populares que ha quedado atrapado en la maraña de los casos de corrupción y que día sí día no acaparan titulares de periódico. Él es caza mayor. Fue el number one, el campeón, según se refería a él de forma cariñosa el cantante Julio Iglesias, a quien el expresidente fichó en 1997 para que fuera embajador por el mundo de la Comunitat Valenciana. Aquel contrato, con pagos en b de más de 3,7 millones de euros, fue uno de los muchos asuntos turbios que acompañaron su etapa al frente de la Generalitat (1995-2008), años en los que el halo de la sospecha acompañó a su gestión, pero que nunca los salpicaron lo suficiente para comprometerlo judicialmente o segarle su carrera política.

Los orígenes de Zaplana en política estuvieron marcados por el famoso caso Naseiro (erróneamente se le atribuyó a él la frase de que estaba en política para enriquecerse cuando la que pronunció fue otra en la que hablaba de tener mucho dinero para comprarse un coche) y la moción de censura en Benidorm, con la tránsfuga Maruja Torres que le dio la alcaldía de la ciudad en 1991 y el trampolín a la Generalitat. Ya una vez como jefe del Gobierno valenciano, los casos Terra Mítica, o IVEX, etc. fueron algunos de los asuntos oscuros que emborronaron su existosa carrera política, pero sin perjudicarle en su promoción.

Si se ha dicho que Francisco Camps lo fue todo en el PPCV y en la Generalitat durante sus años de presidente, Zaplana directamente era Dios. Nada, ni en el partido, ni en la Generalitat, (podría decirse incluso que en la sociedad civil) se movía sin que el cartagenero lo supiera o al menos intentara controlarlo. Lo decidía todo y generó en torno suyo un ejercito de inquebrantables lealtades. Su forma de entender la política y la gestión, puso a la Comunitat Valenciana en el mapa y convirtió al PP en una marca de éxito, una máquina de ganar votos y adhesiones a la derecha y a la izquierda. Fue la suya una política de proyectos a lo grande que de alguna manera prosiguió su sucesor Francisco Camps, a quien Zaplana elegió como y que con el tiempo acabaría conviertiéndoses en su principal enemigo político.

Durante su mandato, Zaplana ejerció un férreo control no sólo del partido, si no de todo lo que ocurría dentro del territorio valenciano. Procedente de la UCD, Zaplana se situó ideológicamente en el ala liberal del partido, lo que le distanció del sector cristiano del y de la derecha más acérrima, pero le hizo ampliar su campo de votos hacia el centro. Con ayuda de Rafael Blasco, hoy en prisión, y a quien Zaplana sacó del ostracismo donde quedó por el caso Calp, logró fagocitar a su socio de Gobierno, Unión Valenciana, y por muchos años hacer del voto regionalista un voto cautivo para el PP.

Con Zaplana el PP valenciano vivió sin duda sus mejores momentos desde el punto de vista electoral y de su proyección al exterior. El expresidente acuñó aquella expresión del poder valenciano en Madrid y suyas fueron campañas que buscaban aumentar la autoestima de la Comunitat. «Lo mejor está por venir», solía decir. Pero Zaplana siempre quiso volar alto y su paso por la Generalitat fue el trampolín para dar el salto a Madrid como ministro de José María Aznar. Antes de irse, en 2002 como ministro de Trabajo, entregó las llaves del Palau a Francisco Camps, a quien eligió, según cuentan quienes supieron de aquella decisión, por ser, de los suyos, el conseller más leal y solícito.

Sin embargo, ni su legado ni sus fieles quedaron a salvo con el sucesor designado. Camps llegó al Palau, cambió su número de teléfono y empezó un proceso de distanciamiento con su mentor que acabó en una de las batallas internas más duras que se recuerdan en un partido. La suerte política de Zaplana en Madrid siguió a la de Aznar y su decisión de apoyar la guerra contra Irak. Tras los atentados del 11S (Zaplana ejerció como portavoz) y la pérdida de las elecciones en 2011, Zaplana se retiró a los cuarteles de Telefónica.

Durante mucho tiempo, Zaplana no tuvo otro remedio que limitar su presencia en la Comunitat Valenciana, pero siempre que ha podido no ha perdido ocasión de deslizar sus críticas por lo que consideraba la deriva a la que Camps había llevado el partido. La enfermedad que padece desde hace años también le ha mantenido alejado de los escenarios políticos y ha buscado un perfil más discreto.

Con todo y aunque fuera de la primera línea, Zaplana mantenía hilo directo con algunos ministros de Mariano Rajoy y su conocimiento de lo que se cocía en Madrid era elevado. Cuando parecía que su imagen en la Comunitat Valenciana se reconstruía (sobre todo por opisición a los escándalos judiciales de la etapa Camps) el nombre de Zaplana volvió a quedar comprometido por sus tratos con el expresidente de la Comunidad de Madrid Ignacio González dentro de la conocida como operación Lezo. También quedó comprometido con la operación Púnica. Su arresto rompe con la inmunidad que hasta ahora lo había acompañado. Fue el primer molt honorable del PP de la Generalitat y se convierte ahora en el tercero, tras José Luis Olivas y Francisco Camps enredado en presuntos caos de corrupción.