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El fin del PP invencible: jaque a sus reyes y reinas

La riada de la corrupción se ha llevado a quienes tuvieron poder e influencia

El fin del PP invencible: jaque a sus reyes y reinas

Si un militante del PP hubiera viajado hace siete años a Marte y hubiera aterrizado en las Cortes Valencianes a las 21 horas del pasado jueves, 15 de septiembre de 2016, seguramente se habría llevado las manos a la cabeza. Lo primero que le habría sorprendido es ver a su partido en la bancada de la oposición; lo más probable es que no reconociera a muchos de los diputados, y, eso es seguro, habría quedado en estado de shock al asistir al voto del repudio de los suyos a la «alcaldesa de España», Rita Barberá. Nuestro afiliado habría necesitado una buena taza de tila y varias horas en la hemeroteca para ponerse al día del viaje a los infiernos del que la organización de la gaviota no puede apearse. Una traumática travesía durante la cual el partido ha visto deteriorada su imagen por la sucesión de casos de corrupción y se ha quedado sin referentes del pasado: sin patriarcas, ni matriarcas, sin familias.

El nuevo PPCV que lidera Isabel Bonig se puso como objetivo la renovación cuando tomó las riendas de la organización tras la debacle electoral del 24M. Y esto es ya una realidad. No es que ya no estén quienes mandaban entonces (algo, por otro lado, lógico tras veinte años en el poder), sino que los que influyeron y podían seguir influyendo han sido arrastrados de una manera u otra por el tsunami de los asuntos turbios. Eso sí, la regeneración más que ordenada, ha sido abrupta: a golpe de detenciones, imputaciones, sumarios y de penas de telediario.

Es cierto que a nuestro ficticio militante no debería generarle un asombro mayúsculo la caída de determinados tótem del PP. Hay personajes polémicos a los que la sombra de la sospecha venía acompañando desde hace años: el expresidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, o el tránsfuga Rafael Blasco atesoraban ya muertos en el armario.

También es cierto que en los orígenes del PP valenciano la bruma rodeó a personajes que entonces, durante y después llegaron a tener mucho poder. Los casos Sanz y Naseiro forman parte de este pasado negro del PP, si bien algunos de sus protagonistas salieron indemnes. A Vicente Sanz, la difusión de la comprometedora grabación en la que declaraba su intención de enriquecerse con la política con un «y ahora, a forrarse» (que erróneamente se le atribuye a Eduardo Zaplana), le costó el cargo de secretario general del PP en 1994. Su dimisión fue el punto culminante del caso de la supuesta adjudicación irregular de los mapas verde y sonoro de Benidorm cuando Zaplana era alcalde de la capital de la Marina Baixa. Pero Sanz siguió con mando en plaza, aunque en otro lugar: en RTVV. Allí, al frente de los Recursos Humanos, lo envió Zaplana cuando conquistó el Palau de la Generalitat en 1995. Sanz aguantó hasta que hace un año fue condenado por abusos sexuales.

A Zaplana, por su parte, los asuntos turbios le persiguieron (Terra Mítica, IVEX, etc), pero lo cierto es que nunca le salpicaron hasta el punto de comprometer su carrera política y obligarle a pisar un juzgado. En su etapa, no exenta de polémicas y donde se sentaron los cimientos de los grandes proyectos y la especulación urbanística (el caldo de cultivo de los futuros casos de corrupción), sólo un gran escándalo tuvo consecuencias políticas en su equipo: el caso de las cesiones de crédito del Banco Santander que acabó con la carrera política de Luis Fernando Cartagena y levantó de nuevo las sospechas de financiación irregular del PP.

Con todo, el después exministro de Aznar y el también expresidente de la Generalitat, Alberto Fabra, son los únicos cargos instituciones de primer nivel que la riada de la corrupción no se ha llevado.

Excepciones al margen, el escenario es dantesco: excargos del primer nivel institucional o orgánicos en prisión (Rafael Blasco, Pedro Hernández Mateo y Carlos Fabra); detenidos (José Luis Olivas, Joaquín Ripoll, Serafín Castellano, Alfonso Rus), procesados (Ricardo Costa, Vicente Rambla), juzgados (Milagrosa Martínez), imputados (Sonia Castedo, Juan Cotino) y/o en el punto de mira de investigaciones (Francisco Camps o la propia Rita Barberá).

Pero más allá de la acumulación de populares contaminados (el listado llega al centenar si se baja en el escalafón) la tragedia de la organización es que está condenada a renegar del pasado y de quienes en algún momento pudieron dejar su impronta. A Rafael Blasco, condenado por el fraude en las ayudas a Cooperación, el nuevo Consell ya le ha retirado placas con su nombre, pero al ritmo que avanza la vorágine judicial, el legado de quienes gobernaron la Generalitat, pisaron alfombras y estuvieron en la pomada de las grandes decisiones está condenado al repudio.

El caso de Barberá es paradigmático. Cinco mayorías absolutas, la voz que Moncloa escuchaba, la amiga de Mariano Rajoy, el icono del PP valenciano, el milagro de la derecha en una comunidad que parecía entregada de por vida al socialismo. De ser la «jefa» a ser persona «tóxica» incluso para quienes crecieron políticamente bajo sus faldas.

El suyo no es un caso aislado. Taula se llevó a los rusistas; el caso Fabra a los fabristas; los trajes y Gürtel a los campsistas, Brugal a los ripollistas. Hasta la familia cristiana se ha quedado sin timonel con el particular vía crucis judicial en el que está inmerso el exconseller y expresidente de las Cortes Juan Cotino. La baraja popular se ha quedado sin ases ni reinas y ahora sí está obligada a partir de cero. Para algunos es una oportunidad histórica en un partido donde el presidencialismo y las lealtades (también las traiciones) fueron seña de identidad. Con la tormenta que el PP tiene encima de la cabeza, a Bonig le será complicado (incluso si llega al Palau) reunir el ejército de acólitos y la nube de admiradores que antaño acompañaban a personajes como Zaplana, Camps o Barberá y que contenían el aliento a su paso. Lo más probable es que no aspire a ello, pero mejor no intentar ser fetiche en un partido que hace meses dejó de ser ya invencible.

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