Todo comenzó a principios de la década de 1980. Una de las personas que mejor le conoce, y posiblemente de las pocas en las que confía, cuenta que el joven Enrique Ortiz de aquellos años estaba obsesionado con demostrar a su padre -que dio nombre a la empresa matriz, Enrique Ortiz e Hijos- que no era un pelanas. Sin formación universitaria, amigo de la vida en pandilla y, por su carácter despreocupado y alegre, centro de atención entre sus amigos de juventud, que se acostumbraron a no soliviantarse con sus bromas, recibió de su progenitor (y con no demasiada fe por su parte) el encargo de continuar con la empresa. Su objetivo desde entonces se fijó en demostrar su valía como hombre de negocios.

El PSOE comenzaba su hegemonía en autonomías y ayuntamientos. Con poco más de 23 años, el alocado Enrique asumió la consecución de uno de los primeros concursos públicos de Ortiz e Hijos, una pequeña obra pública en Almoradí, en la comarca de la Vega Baja, donde luego campó a sus anchas. El hoy mayor propietario de suelo de la provincia de Alicante, implicado en numerosas causas por corrupción, fue directamente al concejal y le preguntó si podía hacer algo más por quedarse aquél trabajo que no estuviera incluido en las bases del concurso. En aquella joven España que amanecía a la democracia, en aquél país que de forma mayoritaria había visto el Mundial de Naranjito en televisores en blanco y negro, el edil pidió un reproductor de vídeo. Ortiz no se lo pensó: se llevó al concejal a Alicante, lo metió en su casa, desenchufó el deslumbrante modelo Beta recién comprado y se lo regaló al político. La fuente que narra este episodio no es capaz de precisar si en ese momento había alguien en el salón de la casa disfrutando de aquél carísimo electrodoméstico, pero el vídeo desapareció y al constructor se le adjudicó la obra.

El sistema Beta se desvaneció muy poco después. Incluso el vídeo acabó desapareciendo. Enrique Ortiz tiene hoy un televisor de decenas de pulgadas, suelo repartido por toda la provincia, concesiones públicas millonarias, un yate, el «Elena», donde ha navegado la crema de la clase política y financiera (salvo, probablemente, aquel concejal de Almoradí), colecciona automóviles de lujo que apenas utiliza (salvo cuando acudió a su despacho en un Porsche después de que en un registro domiciliario se hallara un arma en su casa), un chófer y un equipo de fútbol. Tres décadas después de aquella anécdota, acaba de confesar a la Audiencia Nacional que financió con 348.000 euros la campaña del PP del año 2008. Los mítines de aquellas elecciones generales seguramente se grabaron en algún modernísimo sistema digital, evolución natural de aquel viejo reproductor.

Así evolucionó la mordida

La asunción de la culpa ante la Audiencia Nacional puede tener consecuencias desastrosas para un partido acorralado por la corrupción. Preguntada por la confesión del empresario, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría dio la callada por respuesta porque las grabaciones en las que dirigentes del Partido Popular de la Comunidad Valenciana conminan a Ortiz a elevar la cuantía de las facturas a beneficio de Francisco Correas y El Bigotes, dejan muy poco espacio para el argumentario. Ya no es la oposición quien acusa de corrupción; es el empresario (y según la Fiscalía, vendrán otros detrás) quien la reconoce. Mala papeleta para Mariano Rajoy, a punto de caer por la acumulación de evidencias, y para un partido que de no gobernar ahora (y no parece que vaya a hacerlo) concurrirá a la repetición de elecciones en fase de liquidación.

Pero desde aquél concejal de la Vega Baja a la financiación de campañas, las técnicas de la corrupción se han ido haciendo más exquisitas. «La culpa de todo lo que vino después la tuvo la gente 'honrada'», pone en boca de Ortiz ese amigo citado líneas atrás. Se cuenta con toda naturalidad, pero la narración de cómo evolucionó la técnica de la mordida pone los pelos de punta: «Las dádivas eran primero en especie y parecían conformarse. Poco a poco, quienes se habían beneficiado de algún regalo acabaron pidiendo su valor en metálico. Y al final llegaron los puros, los 'honrados', los 'inspectores de Hacienda', los que te decían que era mejor que se hicieran facturas por servicios no prestados o hinchadas cuatro veces el precio real del trabajo». Aquello dejó de ser excepcional. Y así hasta Gürtel.

Pero la experiencia de Enrique Ortiz en acabar con la carrera de los políticos no se inaugura con la cúpula de Francisco Camps implicada en la Gürtel o con la más que probable caída de Rajoy. En sus peligrosas relaciones con gobernantes, los distintos procesos judiciales que tienen como protagonista al dueño del Hércules (caso PGOU, caso Brugal) ya se han llevado por delante a un exalcalde, el de Alicante, Luis Díaz Alperi; a dos exalcaldesas, la de Alicante, Sonia Castedo, y la de Orihuela, Mónica Lorente; y a un expresidente de la Diputación Provincial, José Joaquín Ripoll.

El carácter lenguaraz del empresario y sus horas al teléfono con todos ellos han supuesto su tumba política. Salvo para aquel concejal de Almoradí, en cuya época no había teléfonos móviles y que, años después, no recuerda ya qué fue de aquel aparato de vídeo que tanta ilusión le hizo.