Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Arturo Ruiz

Opinión

Arturo Ruiz

La alegría de Benidorm

Quizás todo empezó a romperse en Lleida. Hasta entonces, abrazábamos la luz y pensábamos que lo peor había pasado: planificábamos fiestas de reencuentros con los amigos de otras latitudes a los que no veíamos desde el confinamiento, saludábamos las calles de nuevo repletas de visitantes extranjeros disfrutando de la vida recuperada y queríamos pensar que quienes se temían una segunda oleada del virus eran unos agoreros. Pero de pronto, en Lleida, confinaron de golpe a 200.000 personas y el espejismo se rompió. Lo peor del coronavirus es que los más pesimistas siempre tienen razón. En las semanas siguientes la guerra ha vuelto. Regreso a las trincheras, rebrotes por todos lados. En parte por el incumplimiento tan estúpidamente generalizado de las normas sanitarias -impresionante el rapapolvo que el sábado Ximo Puig lanzó a toda la población de la Comunidad-; y en parte porque el covid-19 sigue siendo un enemigo tan poderoso como desconocido. Hasta que este pasado sábado el Gobierno de Boris Johnson anunció que el Reino Unido pondrá en cuarentena a todos los viajeros que regresen de España. Un batacazo. Pienso sobre todo en Benidorm, en pleno verano.

El negocio turístico de Benidorm no solo se basa en una planificación urbanística de todos bien conocida. Es, sobre todo, un estado de ánimo. Allí no hay catedrales románicas que visitar. Allí, hay alegría. Yo, que tanto disfruto de las catedrales, tardé en entenderlo. Cuando a finales de 2010 me trasladé con mi mujer a vivir a Benidorm por razones laborales, no me adapté bien a una ciudad asediada siempre por multitudes en efervescencia. Hasta que Glòria, mi mujer, dio en la clave. «Lo bueno de Benidorm es que todo el mundo va feliz por la calle. Eso pasa en muy pocos lugares en el mundo». Entonces me relajé y lo entendí. Y disfruté. Gocé del privilegio impagable de disfrutar de un café en el extremo del paseo de Levante frente a la mejor playa urbana de Europa cuando el sol está recién puesto; del espectáculo diario de una metrópolis cosmopolita donde se hablan centenares de lenguas; de calles que son como un teatro inundado de gente que, bajo el refugio del anonimato, se comporta durante unos días tal como siempre soñó ser, sin ataduras, ni corbatas, ni citas de negocios. Identifiqué que en realidad Benidorm son varias ciudades distintas, que también hay allí dentro un pueblo que habla en valenciano y cuenta legendarias historias de abuelos que salían en buques mercantes a ganarse la vida en el mar mucho antes de que Pedro Zaragoza realizara su viaje-leyenda en vespa hasta Madrid para pedirle a Franco que le autorizara el bikini. E hice amigos, algunos de los cuales me durarán toda la vida.

Entendí también esa pasión de los británicos de cambiar por una temporada sus chimeneas de Manchester o Liverpool (que ahora están reconvertidas en coquetas tiendas o restaurantes de moda, pero que no dejan de ser chimeneas bajo una eterna llovizna) para desembarcar en el sol de una ciudad donde se pueden hacer mil cosas en un kilómetro cuadrado y es posible relajarse hasta la radicalidad, dejarse llevar, alargar cada minuto, concentrarse en nada. En la alegría.

Nadie se relaja, claro, sabiendo que cuando regrese a casa habrá de permanecer catorce días en cuarentena, que es lo que ha decidido ahora Londres: uno prefiere quedarse junto a sus chimeneas aunque llueva mucho. Parece evidente que Benidorm ha sido una de las ciudades europeas más castigadas por el covid porque sin alegría no tiene prosperidad. Pienso en los hoteleros, claro, pero también en las kellys, y en los curritos y en los camareros del paseo de la Carretera y de la Alameda y en los profesionales de la calle Ruzafa o de Gambo. Y en aquellas tardes felices que pasábamos frente a la Isla sin otra cosa que hacer que mirar la isla; y en Iñaki Uriarte, un escritor vasco cuyos diarios deberían estar en las mejores guías turísticas de Benidorm y que asomado al balcón de su apartamento soñaba que veía en una tarde pasar por la playa de Levante a todas las razas del mundo. A quién verá ahora Uriarte.

Pienso también que hay alegrías que son eternas y que la de Benidorm lo es, y que volverá, pero joder, ahora no ríe nadie. Cuántos espejos de nuestro mejor futuro se están rompiendo.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats