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Carlos Gómez Gil

Temporeros

Hablo de los trabajadores y trabajadoras agrícolas temporeros, básicamente inmigrantes, muchos de los cuales se han convertido estos días en víctimas de contagios por covid-19

En los meses más duros del confinamiento, encerrados en nuestras casas mientras la pandemia se extendía por todo el mundo, tomamos conciencia de la importancia de numerosas profesiones de las que dependen nuestras vidas. Muchos de ellos fueron considerados como "trabajadores esenciales", dedicándoles aplausos, reconocimientos y palabras de agradecimiento, aunque mucho me temo que en poco tiempo hemos olvidado aquella explosión de cariño.

Sin embargo, mientras llenábamos nuestras neveras y poníamos la comida en nuestras mesas, ignorábamos el papel fundamental de un grupo de trabajadores esenciales que lo hacen posible, también en aquellas fechas, saliendo todas las mañanas a trabajar muy temprano, en jornadas largas y sacrificadas, para retornar después a sus lugares de alojamiento, generalmente en condiciones de hacinamiento, insalubridad y extrema pobreza. Hablo de los trabajadores y trabajadoras agrícolas temporeros, básicamente inmigrantes, muchos de los cuales se han convertido estos días en víctimas de contagios por covid-19 en diferentes lugares de nuestra geografía.

Sus pésimas condiciones de vida y la indignidad de sus alojamientos, junto a la marginación extrema de los asentamientos que ocupan, repartidos por diferentes municipios de nuestra geografía, son el terreno abonado para la propagación del coronavirus, pero son también un magnífico caldo de cultivo para alimentar el racismo, la marginación y el rechazo hacia estas personas, muchos de ellos negros, en momentos en que los discursos xenófobos tienen más eco por el auge de fuerzas ultraderechistas. De manera que son personas en situación de riesgo por partida doble: ante el contagio del covid-19 junto a otras patologías derivadas de la insalubridad en la que malviven, pero también por la enfermedad del racismo, en aumento hoy en día.

No es una situación nueva o que solo afecte a España, ni mucho menos. Una parte importante de los trabajadores agrícolas temporales europeos son inmigrantes, muchos de ellos en situación de irregularidad, sometidos a condiciones de trabajo penosas, marginados en guetos infames, viviendo en condiciones deplorables que creíamos ya erradicas. Hace tiempo que lo sabemos, pero todos hacemos la vista gorda, mirando para otro lado, sin querer afrontarlo y dar una respuesta, porque preferimos que las cosechas se sigan recogiendo, que los supermercados y nuestras mesas continúen abastecidos de frutas y verduras, aunque sea manteniendo a todos estos trabajadores agrícolas temporeros en condiciones de trabajo y de vida lamentables.

La Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea, que mantiene uno de los programas agrícolas más amplios y sofisticados del mundo, no dedica una sola línea a mejorar la situación tan terrible en la que viven muchos de estos trabajadores, a pesar de dedicar al año más de 60.000 millones de euros en subvenciones, muchas de las cuales, además, son captadas por grandes empresarios y terratenientes. Sin embargo, desde la UE se mantiene una preocupación constante por las condiciones de vida de los animales en granjas y explotaciones, que ha llevado a regular, por ejemplo, el bienestar de las gallinas ponedoras, la superficie mínima para cada animal, las condiciones de higiene de las granjas avícolas o la necesidad de facilitar juguetes a los cerdos en las instalaciones ganaderas para evitar que se aburran, sin que haya dicho una sola palabra sobre las condiciones indignas en las que viven los temporeros que trabajan en las explotaciones agrarias de Europa desde hace lustros.

En la medida en que España se ha convertido en el principal productor europeo de frutas y verduras, los trabajadores temporeros agrícolas han adquirido mayor importancia, si bien, las condiciones deplorables de vida en los principales puntos de la geografía con importantes cultivos de frutas y verduras son una lamentable realidad. Chabolas improvisadas, casas abandonadas, fábricas derruidas y naves insalubres se han convertido en alojamientos habituales para muchos de estos trabajadores, en la medida en que ni les alquilan habitaciones o pensiones, ni los empresarios o sindicatos agrarios suelen proporcionarles albergues. Incluso se les puede ver dormir en plazas y parques, bajo puentes o en vehículos abandonados. Es algo que encontramos en Albacete y Ciudad Real con las campañas del ajo, la cebolla o la uva, en Lleida con la fruta, en el poniente almeriense y en Cataluña con las hortalizas, en Huelva con la fresa o en Jaén con la aceituna, por poner algunos ejemplos.

A pesar del duro trabajo que llevan a cabo estos temporeros, cuando finalizan su jornada laboral solo tienen alojamientos indignos e insalubres, con pésimas condiciones higiénicas y sanitarias, con frecuencia sin siquiera agua potable, electricidad o saneamiento, hacinados. Todos sabemos que están allí y que trabajan buscándose la vida en el campo, pero miramos para otro lado para no reconocer que la dignidad y los derechos más elementales no han llegado a estas personas. Y a pesar de realizar un trabajo importante, de tratar de obtener recursos con los que sobrevivir, los convertimos en chivos expiatorios fáciles de nuestras miserias políticas, de nuestros miedos y rechazos.

Cuando el coronavirus ha evidenciado la importancia de las condiciones higiénicas y sanitarias para detener el avance de la pandemia, bueno sería que elimináramos estos espacios de marginación tan salvaje. No solo para lograr una mejora de la salud pública, sino también para que podamos mirarnos a la cara como sociedad.

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