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El cuidado de los ancianos

Cuando los mayores son nuestros

Entre las muchas novedades coloquiales que popularizó la lucha contra la pandemia del coronavirus figura en lugar destacado la expresión " nuestros mayores", para aludir a ese amplio grupo de personas que, una vez cumplidos los 65 años, traspasan, sin retorno posible, el umbral de la ancianidad. Un grupo cada vez más extenso, sobre todo en las sociedades occidentales (que suelen ser también las mas ricas) por el progresivo envejecimiento de la población.

La expresión "nuestros mayores" (¿por qué no "nuestros ancianos", "nuestros viejos", o "nuestros abuelos"?) se hizo habitual en la jerga de la clase política y de los medios a medida que fuimos conociendo el horror de la mortandad causada por la pandemia en los asilos, con miles de víctimas de la desatención institucional. Una desatención que, a lo que parece, dejó en manos de especuladores desaprensivos la rentabilidad del cuidado de aquellas personas que por su avanzada edad ya no pueden valerse por si mismas. Hubo un tufo de mala conciencia en la reacción de la elite dirigente tras la difusión de imágenes y testimonios sobre la agonía, en tremenda soledad, de los internados en residencias. Pero muy pronto la potente maquinaria del disimulo eufemístico se puso en marcha para maquillar la realidad mientras unas administraciones echaban la culpa a las otras del caos organizativo. O se citaban ante los jueces para prorrogar en el tiempo la exigencia de responsabilidades penales. Así surgió la constante invocación a "nuestros mayores", una frase que transmite la falsa impresión de que todos los muertos eran de nuestra familia, y que el jeremiaco lamento "a posteriori" por su desaparición nos absuelve de toda culpa.

A ello hay que añadir, en la mejor técnica de las condolencias, una enumeración encomiástica de las virtudes de los fallecidos. Según se pudo oír en las tertulias políticas, todos ellos pertenecían a la sacrificada generación de la posguerra, esa a la que debemos agradecer el habernos permitido disfrutar de las bondades de la monarquía parlamentaria mientras plantaba firmemente en el suelo los pilares de nuestro actual bienestar. En unas circunstancias por demás difíciles, y bajo una dictadura ominosa que nos obligó tanto al exilio interior como al exterior. Un sacrificio, de dimensiones colosales que quizás, debería haber merecido algo más que una gratitud retórica y, sobre todo, algo mejor que el calamitoso sistema asistencial con que hemos dotado a nuestros ancianos. Esa triste realidad que ha puesto al descubierto la pandemia del coronavirus.

La lista de servicios, en su mayoría gratuitos, que debemos a esa generación y a las siguientes, es larga. Desde llevar y traer a los niños al colegio hasta hacer recados, ir a la compra, o destinar una parte sustantiva de su ya escasa pensión a a la manutención de los hijos que quedan en el paro. Y especialmente permitir que una joven pareja se atreva a concebir un hijo contando con que el abuelo o la abuela han de vivir lo suficiente para verlo criado antes de que se mueran o los internen en una de esas macabras residencias.

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