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Daniel Capó

Opinión

Daniel Capó

Los hechos no importan

Se diría que en la política moderna los hechos importan cada vez menos y que priman, en cambio, unos marcos emocionales definidos previamente por las guerras ideológicas. Son trincheras más que espacios fluidos donde tenga cabida la conversación adulta. La clave es el corte -o el perfil- de la imaginación moral, por lo general estrecha y predeterminada en nuestros días, deudora de las banalidades de la propaganda y del maniqueísmo de la tele: líneas Maginot defendidas con furia, incluso frente a la evidencia. Un ejemplo lo encontramos en la gestión de la pandemia que ha llevado a cabo el gobierno actual: arrogante al principio en su negación de la gravedad de la misma -insisto, contra toda evidencia-, caótica en su organización, contradictoria en los mensajes lanzados a la ciudadanía, agónica en el número de fallecidos -una de las tasas más altas de muertos por millón de habitantes en el mundo desarrollado- y con un Ministerio de Sanidad claramente desbordado por el desarrollo de la Covid-19, sin recursos ni equipos funcionariales capacitados. La escasa coordinación con las autonomías fue un hecho, al igual que las imágenes trágicas, en los centros de salud, de un personal sanitario vendido, falto de equipamiento y de medios, incapaz de hacer frente con solvencia al alud de infectados. La inepcia del gobierno llegó a tal extremo de que aún hoy no disponemos de registros fiables acerca del número de muertos e infectados. En cuanto al drama de la economía, por desgracia sólo pasado el verano nos haremos cargo de su verdadero alcance.

Es cierto que la mala gestión de la Covid-19 no es privativa de la izquierda, ni de la cultura política española. De Donald Trump a Boris Johnson, del fallido experimento sueco al shock italiano o al caos belga, los errores de análisis se han repetido en un buen puñado de países occidentales. Sin embargo, lo que resulta inaudito en el caso de España no es la nula asunción de responsabilidades, sino el uso intensivo de un relato que culpa a la oposición de la mayor parte de los males y que ha entronizado como héroe popular al gestor sanitario de la crisis, el doctor Fernando Simón. Si Trump ve en grave peligro su reelección en estos momentos y la aceptación de Boris Johnson ha caído a sus niveles más bajos de popularidad, en España Pedro Sánchez sigue gobernando con el viento a favor de las encuestas. O, al menos, no se ha resentido especialmente. Esto nos habla, sin duda, de la habilidad comunicativa de Iván Redondo, pero también sugiere algo mucho más inquietante, como sería la fractura de una geografía ciudadana compartimentada en universos identitarios y sin movilidad alguna entre sus respectivas fronteras: espacios faltos, en definitiva, de una experiencia común de lo real.

La cultura de la trinchera es cainita por naturaleza, profundamente destructora del debate público y de la democracia liberal. Sin cultivar los puentes, los matices, el diálogo, la asunción de responsabilidades y la generosidad, se pierde esa amistad entre distintos que hace posible el bien común. Porque la democracia, créanme, no se defiende con la munición del nihilismo, sino con una sentido de la responsabilidad. Con eso, y con la humildad.

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