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Martín Caicoya

El cáncer y las pandemias

Como el covid-19, la mayoría de tumores son silentes

En 1585 la peste bubónica cayó sobre Burdeos, ya muy golpeada por las guerras de religión. Era entonces alcalde Montaigne, un hombre sereno y equilibrado que a través de la reflexión estimulada por la escritura buscaba construirse, saber quién era. Frente a las guerras había adoptado una actitud mediadora que le ganó el apodo de “politique”, mientras en su interior se alejaba cada vez más de los asuntos públicos. En ese estado se encontraba, encerrado en su castillo dedicado a la reflexión, cuando le llegó la noticia de la peste que ya asolaba la ciudad que aún gobernaba. Se le planteó el dilema de si ir a morir con los suyos o resguardarse en su torre. Cabalgó hasta las puertas de la ciudad y desde allí envió una carta al consejo municipal en la que preguntaba si valía la pena que arriesgara su vida solo por asistir a la ceremonia de transmisión de poder. Se acababa su mandato. Sin obtener respuesta, regresó al refugio. Entonces abandonó definitivamente la vida pública para concentrarse en el minucioso examen de su vida interior. En uno de sus ensayos trata de convencernos de que nuestra mirada de los otros, de las otras culturas, está deformada por los prejuicios. Tiene el título de “Caníbales”, pues elige a estos salvajes, como así se decía, para mostrarnos que no lo son o que también en nuestra cultura existe salvajismo, un salvajismo que ellos detectan y que nosotros no vemos: “No hay nada bárbaro o salvaje en esas naciones, lo que ocurre es que cada uno llama barbarie a lo ajeno a sus costumbres”. Esos salvajes, cuenta, tienen dos lemas: valor contra los enemigos y buen trato a las mujeres. Sobre lo segundo no se extiende, es al valor a lo que dedica la reflexión. Guerrean para demostrarlo, ni botín ni tierras buscan o necesitan. La recompensa es la “gloria o superioridad de haberlos sobrepasado en valor y en virtud”. El valor, nos dice, no es la fuerza ni la buena disposición para la lucha, hasta un cobarde o un mentecato puede ser un consumado maestro de esgrima: “La estimación y la valía de un hombre residen en el corazón y en la voluntad; allí reside el verdadero honor”. Ignoro si cuando escribía esto tenía presente el día en que huyó de Burdeos. En su ausencia murieron 14.000 personas, la tercera parte de la población. Él podría haber sido una víctima y nunca hubiéramos leído, disfrutado, aprendido, de sus ensayos. Solo admiraríamos su valor. Y quizá su dignidad, honor y, sobre todo, la consistencia entre su pensamiento y la acción. Aunque de eso no estoy seguro. “Todas las ideas contradictorias se encuentran en mi alma”, dice adelantándose a Whitman en su famoso: “Me contradigo... en mí habitan multitudes”. Entonces, como ahora frente al covid-19, no tenían más armas para protegerse de las plagas que el aislamiento. Ellos estaban en una situación aún peor: no sabían qué la producía. Y aunque nosotros lo supimos pronto, tuve la impresión de que regresábamos a esos tiempos de lucha contra las miasmas, esos entes que contaminaban el aire y las superficies contra las que se luchaba fumigando. Sacamos al Ejército para que lo hiciera. La ausencia de un tratamiento y la insidiosa presentación clínica que hacía difícil la detección y aislamiento nos empujaron a comportarnos casi como en la Edad Media. Aunque podíamos intuir, por analogía con otros coronavirus, cuál era su contagiosidad y vía de transmisión, el carácter explosivo de esta epidemia nos hizo ser muy precavidos. Lo comparo con la cirugía de cáncer de mama. No hace tanto la intervención ortodoxa era muy mutiladora: se quitaba toda la mama, los músculos pectorales y todos los ganglios. Curaban. Hoy sabemos hacerlo mejor. Una mujer con un cáncer localizado ingresa por la mañana y por la tarde está en casa con su mama poco deformada y su brazo intacto. Podemos hacerlo porque contamos con medios diagnósticos más finos y entendemos mejor el proceso. Como en el covid-19, la mayoría de los cánceres son silentes, hay que ir a buscarlos. En el cáncer de mama nos concentramos en un grupo, mujeres de 50 a 70 años. Para el covid-19 necesitamos identificarlos rápidamente: son los brotes. Podemos hacerlo porque tenemos disponibilidad de pruebas fiables, aceptables y tolerablemente económicas. Y, como en el cáncer, algunos son muy agresivos. Cada vez conocemos más características del cáncer que determinan su comportamiento y se actúa en consecuencia. Eso aún no lo sabemos del virus. Y aunque lo supiéramos, no tenemos fármacos efectivos. Tampoco sabemos algo muy importante, quizá lo más importante: quiénes son los más contagiadores y por qué. Hay estudios que calculan que casi el 80 por ciento de los casos los produce el 20% de los enfermos, una especie de confirmación de Pareto, el economista italiano que dio con esa proporción para tantas cosas. Identificar y controlar a esos diseminadores sería formidable. Estos son los retos para controlar los brotes. Mientras, los ciudadanos debemos comportarnos. Tenemos dos instrumentos: la distancia y la mascarilla. Y sabemos cómo usarlos. Hagámoslo bien. Y no olvidar, para siempre, la higiene de manos.

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