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Rafael Simón Gil

El ocaso de los dioses

Rafael Simón Gil

Del excomisario Villarejo al comisario Iglesias

Lo primero que aprendió el comunismo cuando tomó el poder en la Rusia de los zares fue demostrarle al pueblo que la implantación comunista no vendría acompañada de la bondad ideológica, los logros económicos, la mejora en la calidad de vida de la gleba campesina, la libertad o el respeto por los derechos humanos. No. El marxismo sería administrado a sus súbditos por medio de un fármaco mucho más persuasivo y eficaz que todas esas utopías burguesas: el terror. Los dirigentes del partido único ni tan siquiera tuvieron que ser originales con la fórmula, les bastó seguir el modelo que impusieron los jacobinos durante el período del terror de la Revolución Francesa, cambiando la guillotina por las hambrunas, la tortura, los gulags y los fusilamientos. El mérito de Lenin, Stalin y el Politburó ( Trotski, Kámenev, Krestinski y Zinóviev) para implementar el terror fueron la Cheka del comisario Félix Dzerzhinski; la NKVD del comisario Nikolái Yezhov; y la psicopática figura de un genocida en serie y violador compulsivo, el comisario político Lavrenti Beria, escalofriante colofón al período de terror extremo en que se convirtió el paraíso comunista soviético. Al final del principio, Lenin murió sin saber si era calvo o llevaba puesta la peluca de Carrillo; y Zinóviev, Kámenev, Krestinski, Yezhov y Trotski fueron asesinados por orden de Stalin. La revolución gratificaba a sus hijos por los servicios prestados bajo la fórmula Stalin: «la gratitud es una enfermedad que sufren los perros». Iósif Stalin prefirió morir en su mullida cama del Kremlin rodeado de guardias, un chalet más lujoso que los pisos proletarios de Vallecas. ¿Y qué fue de Beria? El 23 de diciembre de 1953 le dieron su ración de terror ejecutándolo de una bala en la cabeza por orden de Nikita Jrushchov, otro comisario político. Beria murió como los héroes comunistas: arrodillado ante su verdugo implorando clemencia entre sollozos.

Tras estos necesarios recordatorios de memoria histórica comunista cuesta entender que intelectuales tan sólidos y admirados como el ultraizquierdista Garzón, Alberto -desconocido ministro de Comercio en el gobierno de Sánchez, Pedro-, elogien el régimen comunista soviético porque, dicen, permitió a la clase trabajadora liberarse de sus cadenas. Al parecer esas cadenas han ido viajando por el mundo para acabar encarcelando al pueblo cubano, norcoreano, venezolano, chino o a los ciudadanos de Hong Kong que ahora ven, cara a cara, el verdadero rostro de su actual amo. Con ello valorarán ustedes dos solitos (sin la ayuda del intelectual de extrema izquierda Echenique, el mago que transforma en kétchup la sangre de las pedradas que los filoetarras lanzan contra sus adversarios políticos, el muy miserable), los méritos para ser ministro o ministra del gobierno Sánchez- Iglesias. Véase, por ejemplo, a la ministra de Hacienda María Jesús Montero, que empezó siendo presidenta de la Comisión de Marginación del Consejo de la Juventud de Andalucía (1986, hace 34 años) y, tras más de 16 años como viceconsejera de la Junta de Andalucía (2002) y tres veces consejera (2004 hasta 2018), acaba siendo nombrada ministra del gobierno Sánchez-Iglesias. Andalucía es la región más pobre de España y, después de recibir más de 100.000 millones de euros de fondos europeos, una de las más pobres de Europa, incluidos los países del Este. Algo habrá tenido que ver nuestra envidiable ministra en ese envidiable récord andaluz. Por eso es ministra.

Estos extraños compañeros y compañeras de cama que ahora cohabitan en el gobierno Sánchez-Iglesias les llevan -sobre todo a los socialistas- por la calle de la amargura. Convivir en el Consejo de Ministros con los cinco ultras de izquierda que ocupan otras tantas carteras ministeriales (con el apoyo parlamentario de gente tan recomendable como los separatistas catalanes o los abertzales de Bildu, con Otegui en su dirección), convivir con ellos, digo, no debe ser el menú del día que pediría entusiasmado un demócrata socialista sin acompañarse, al menos, de un kilo de bicarbonato (recuerden que muchos socialistas fueron asesinados por ETA o que la diputada de Bildu Mercedes Aizpurúa se negó recientemente a condenar el ataque a la casa de la socialista Mendía). Estas dudas éticas y democráticas que asaltan a más de un socialista de los de verdad solo las pueden disipar comisarios políticos acostumbrados a soluciones expeditivas.

Para comisarios políticos de raza, Pablo Iglesias. De los miembros y miembras de la dirección que vio nacer a Podemos ( Luís Alegre, Carolina Bescansa, Monedero, Tania González e Íñigo Errejón) solo queda Iglesias, el amado líder, el timonel en la oscuridad, el hombre. VuELve (él), rezaba el feminista eslogan de las podemitas unidas. ¿No les asaltan serias dudas a muchos socialistas sobre el democrático y ejemplar comportamiento del ultraizquierdista Pablo Iglesias en el feísimo asunto del que está conociendo el juez García Castellón en la Audiencia Nacional vinculado al excomisario Villarejo? El comisario de extrema izquierda Iglesias bramó iracundo, en su día, contra las cloacas del Estado haciendo creer a la sociedad que había una conspiración para acabar con él como político y su partido ultraizquierdista. Nada era cierto. Ahora, el caso Dina acosa gravemente a Iglesias poniendo en aprietos a algún fiscal de la Fiscalía Anticorrupción por supuestos privilegios al comisario Iglesias. ¿Qué hace un comisario político en esas circunstancias? ¿Aliarse con la verdad? ¿Colaborar en una comisión de investigación? ¿Dimitir? No. La historia en la que se han bragado estos comisarios dicta cargar contra las evidencias acusando a supuestas cloacas del Estado, a medios de comunicación, a tramas policiales, de una conspiración para acabar con él y con su partido (el suyo, suyo, suyo). Qué caprichosa es la historia: de los comisarios políticos del comunismo soviético, pasamos al excomisario Villarejo para acabar en el auténtico comisario político. VuELve él, el hombre, el bicarbonato del socialismo. A más ver.

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