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Opinión

Feministxs

Entre nosotras tendemos a hablar mucho más de las mujeres en general que de los hombres en particular. Quizás por eso a muchas nos ha fascinado Mrs. America, que narra con un buen guion y un elenco de lujo la complicada relación entre algunos sectores de la denominada «segunda ola» de los años setenta en los Estados Unidos. Aunque el hilo argumental es la ratificación de la enmienda sobre la igualdad de derechos -que más de cuarenta años después todavía no ha sido aprobada-, la serie refleja cómo las discrepancias internas del movimiento feminista en torno al aborto, la homosexualidad o el black power amenazaron con romper la unidad en torno a un proyecto que todas defendían a muerte y que además tuvo que lidiar con la dura resistencia de las amas de casa tradicionalistas y con la zancadilla de más de un dirigente de la época. Muchas décadas después, en países como el nuestro, esos debates parecen encauzados, y otros vienen a tomar el relevo para poner a prueba nuestra capacidad de mirar con las gafas de la libertad.

El gobierno afronta los primeros pasos para la redacción de una de las primeras leyes post-covid con un revuelo político de por medio que tiene a la comunidad «queer» en el ojo del huracán. Este colectivo sostiene que los géneros y las identidades y orientaciones sexuales son el resultado de una construcción social, que varía en cada sociedad, y que no forman parte de la naturaleza biológica de las personas, no al menos en su clásica acepción binaria. La intención de Podemos de legislar sobre las aspiraciones del colectivo transexual abre una brecha con los socialistas que algunos no acabamos de comprender, puede que por la complejidad del asunto y no por la falta de pericia de los partidos en explicar sus posiciones. Sin entrar a valorar quién tiene razón, surge una cuestión: ¿no es la lucha por la igualdad la expresión de la voluntad individual de cientos de miles de personas que coinciden en su propio deseo?

El PSOE ha argumentado que el derecho a la autodeterminación de género carece de racionalidad jurídica; ante la ley solo se puede ser hombre o mujer y en caso de que alguien quiera cambiar oficialmente de categoría tiene que poder demostrarlo (aunque una sentencia del Constitucional avala que las personas «trans» cambien el sexo de su DNI sin necesidad de que se corresponda con su aspecto fisiológico). Esto, desde luego, es así, por el momento. De este modo los socialistas rechazan que los sentimientos, expresiones y manifestaciones de la voluntad de una persona puedan tener «automáticamente efectos jurídicos plenos». Que no puedan tenerlos de inmediato no quiere decir que no se pueda preparar el marco legal para que sí los tengan en el futuro, sin que esto tenga que percibirse como una erosión a los logros en materia de derechos y libertades de la mujer. No es verdad que no podamos legislar sobre manifestaciones de la voluntad de las personas. Llevamos haciéndolo desde hace un siglo y especialmente en las últimas décadas. Hay algunos ejemplos, como el derecho a rechazar tratamientos médicos, la propia reasignación de sexo o el matrimonio entre personas homosexuales.

Por otra parte, un sector del feminismo critica abiertamente la carga que suponen las expectativas de género, que prescriben cómo tenemos que ser las mujeres, en vez de reconocer cómo somos realmente. La aspiración no es ser como un hombre, ni todo lo contrario, sino impedir que una categoría universal coarte la posibilidad de realización individual. Al final cada cual reivindica su derecho a ser uno mismo.

Ser feminista no es patrimonio exclusivo de mujeres, sino de personas que, a su vez, abrazan otros tipos de diversidad. Pretender que al tratar de agrupar esas sensibilidades no habrá que trabajar otros encajes parece una ingenuidad. Se entiende el recelo, porque esta es una dura carrera de fondo, como lo demuestra el hecho de que todavía son muy necesarias la discriminación positiva, la protección o la tutela para que nosotras caminemos por el mundo por mérito propio y sin miedo. Pero mirar a otro lado frente a determinados debates que van surgiendo en ese camino, o tratar de zanjarlos con prerrogativas legales, puede que nos sitúe en la misma posición de quienes entienden la igualdad como un gesto de condescendencia y no como una conquista real; una igualdad que ya no se puede reducir a un sistema de cuotas, ni a una ley cremallera, ni al uso de un femenino genérico en el lenguaje. De otro modo, ahí está la enmienda americana durmiendo el sueño de los justos.

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