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Opinión

Un canto póstumo

El discurso fúnebre más famoso de la historia humana quizá sea el de Pericles, que Tucídides recoge en su Historia de la Guerra del Peloponeso, y en el que se honra con los máximos honores a los hombres que dieron heroicamente su vida por Grecia. En uno de sus primeros párrafos pueden leerse estas cálidas palabras: «Comenzaré, ante todo, por nuestros antepasados. Es justo a la vez que adecuado, en una ocasión como ésta, tributarles el homenaje del recuerdo. Ellos habitaron siempre esta tierra y, en el sucederse de las generaciones, nos la han transmitido libre, gracias a su valor, hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de elogio, todavía lo son más nuestros padres, pues al legado que habían recibido consiguieron añadir, no sin esfuerzo, el imperio que poseemos, dejando a nuestra generación una herencia incrementada». Y añade: «Daban su vida por la comunidad recibiendo a cambio... el elogio que no envejece y la tumba más insigne, que no es aquella en la que yacen, sino aquella en la que su gloria sobrevive para siempre en el recuerdo, en cualquier tiempo en que surja la ocasión para recordarlos tanto de palabra como de obra. Porque la Tierra entera es la tumba de los hombres ilustres...». Con ese reconocimiento, honor, amor y memoria honraban los griegos a sus héroes muertos. No así nosotros. Como se sabe, en España han fallecido por coronavirus no menos de 20.000 personas mayores. Padres, madres, abuelos, abuelas, hermanos, vecinos, amigos. Ciudadanos sencillos a los que les arrebató la vida una peste «que precipitó al Hades a muchas valientes vidas de héroes y los entregó como presa a los perros y las aves...» ( Homero). Esos ancianos muertos, en vez de fallecer con la decencia de los justos, han tenido una muerte dantesca. Entre triajes, colapsos, caos, confusión, falta de respiradores, desorganización y desconcierto. Su muerte se ha parecido demasiado a la crucifixión de Jesucristo, con Gólgota incluido. Han muerto como nunca se debe permitir que muera un ser humano. Sin la dignidad que les debíamos. En absoluta soledad, sin las caricias o el consuelo de unas manos queridas, en el angustioso estado de quien se asfixia. Y sin una ceremonia solemne de despedida. Esta es -y lo será para siempre- nuestra vergüenza.

Humanidad y moralidad de una sociedad

Pueden comprenderse las dificilísimas circunstancias. Pero la humanidad y moralidad de una sociedad no puede depender únicamente de los caprichos de la Fortuna. Esos ancianos eran lo que hay de divino en los humanos. Humildes, responsables, sufridos, dignos, valientes, y con la profunda sabiduría de quien acepta lo que le llega, sin engañarse nunca sobre la vida. Generación de la seriedad y la sensatez. Daban y no pedían. Hombres y mujeres de la «areté» como sus lejanos antecesores griegos: espíritus nobles, amantes de las virtudes, venerables ante los ojos de los dioses, entregados siempre al bien de su país, leales a familia y amigos. Nunca se ocuparon de la ganancia propia, sino de merecer el respeto ajeno. A lo único a lo que tuvieron miedo fue a tener que avergonzarse de sí mismos. Esencialistas de lo fundamental, no emplearon esfuerzo alguno en adornos o cosméticas. Creían en lo sólido, no en lo vaporoso, porque habían aprendido, hijos de la dureza y la escasez, que sólo lo sólido puede sacarte adelante. Su verdadero valor era interior, no los abalorios externos. Descreían de lo brillante. Por perecedero. Sabían que la nada no aguanta el peso cuando la vida se pone extrema. Vivieron con la espada del destino sobre sus cabezas, siendo en todo momento conscientes de que podía caer sobre ellos como una guillotina. Miraron siempre a lo alto. Llevaban cincelado en el rostro el sacrificio de una vida que no les dejó elegir casi nada. Rezaban cada día para que no llegase lo insoportable porque sabían que tendrían que soportarlo. Aguantaron estoicamente mil injusticias sin que el odio o el resentimiento pudriera sus almas. Como todo náufrago, siempre creyeron en la buena gente, única tabla de salvación que queda cuando el agua llega al cuello. Construyeron la mejor España de cuantas han existido. Hicieron posible, con toda sensatez, la democracia constitucional del 78. Aguantaron las angustias cuando parecía que no había futuro. Aceptaron lo que les trajo la suerte. Trabajaron sin descanso. Tiraron hacia adelante al precio de destrozar sus cuerpos. Y en la hora de la muerte pagaron tan inmenso desgaste. Hicieron sacrificios de novela, inimaginables para nosotros, todo por sus padres, hijos, hermanos, amigos o nietos, con la naturalidad de quien cree que esa es su obligación y que nada hay destacable en eso.

Negra leche de la aurora

Pero en la inesperada hora de la muerte, el cruel destino, en vez de darles el cielo merecido, les mandó un infierno. Fueron llevados como corderos al matadero. Los hemos tratado como lastre sobrante. Los hemos dejado morir como nunca debería morir ningún ser humano. Esa es nuestra vergüenza eterna. No los ha matado un virus, ni el azar, ni la calamidad, ni unos contagios de China. Aunque todo haya contribuido a ello. Los ha matado nuestro adanismo y la supuración de dogmas repugnantemente mendaces. Aunque nuestra autocomplacencia moral no nos permita reconocerlo, en el fondo del alma moderna hay un desprecio gélido e hipócrita a lo viejo, débil, corriente o feo. Como a todos los endiosados de un Olimpo de cartón piedra, también a nosotros, sucias amebas autoproclamadas dioses, nos resulta lejanamente indiferente el destino de estos seres humanos. La bondad o maldad de una sociedad no puede depender de la Fortuna. Como ha ocurrido. Por eso, como cantan quejosamente aquellos terribles versos del más trágico poema alemán del s. XX, las rimas desesperadas de Paul Celan ante el inmenso crimen de Auschwitz y ante la muerte de su madre asesinada («¿me permites, madre, como entonces, en casa, [que utilice] la suave y dolida rima alemana?»), también nosotros estamos en esa hora maldita en la que tenemos que beber y bebemos la leche más negra de nuestra historia reciente, y la hemos tenido que tragar en la aurora, y por la tarde, y a mediodía y por la noche, mientras improvisábamos sobre el hielo cementerios de campaña para esos ciudadanos modélicos a los que unos perversos idólatras del poder empujaron a un final trágico e infame. La acusación nos la hace Aristóteles en su Ética: «Lo justo es la proporción, y lo injusto la desproporción. El que comete injusticia tiene una porción excesiva del bien y el que la padece, demasiado pequeña». Llevamos décadas reservándoles a nuestros mayores la porción minúscula de nuestro bien, mientras nosotros disfrutamos de la mayúscula. Entre ellos, muertos, y nosotros, vivos, la relación ha sido siempre de asimetría. O sea, de injusticia. Y continúa Aristóteles: «El peor de los hombres es el que usa de maldad consigo mismo y sus compañeros; el mejor el que usa de virtud no consigo mismo sino con los otros». Ellos fueron los que usaron de virtud con todos los demás. A nosotros, narcisistas obsesos, nos basta con regodearnos en nuestra propia imagen ante el espejo. Desde el 68, nuestras sociedades se dedican a juzgar y dar hermosas lecciones a sus antepasados (con mil motivos o pretextos: por no haber sido suficientemente demócratas, por no haber hecho la revolución, por no tener nuestros conocimientos universitarios, más otras infinitas basuras). Una arrogancia patética. Que olvida la severa advertencia de Pericles: «Y para vosotros, hijos o hermanos de estos caídos que os encontráis aquí, veo que la lucha para estar a su altura será ardua...». Más bien imposible. En vida y en muerte ellos demostraron una altura que nosotros nunca tendremos. Como no la ha tenido tampoco la España oficial, incapaz de ofrecerles el rito de culto que se les debe. Pero nada ni nadie podrá arrebatarles la «tumba más insigne, que no es aquella en la que yacen, sino aquella en la que su gloria sobrevive para siempre en el recuerdo». Porque, como proclama solemnemente Pericles, la Tierra entera es el féretro de todos esos hombres y mujeres que han vivido con la virtud y el honor de los ciudadanos más ejemplares.

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