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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Ortiz se reincorpora a la reconstrucción

Hace mucho que dejé de creer en que la finalidad del Poder Judicial es establecer la Justicia. Aunque tal convencimiento resignado me ahorra algunos disgustos, no es una actitud cínica. Simplemente se debe a que creo que no hemos sido capaces, en España, de consensuar mínimamente una concepción de Justicia comúnmente aceptable. Confundir Justicia con lo legislado puede valer para algunos ámbitos del Derecho privado -y no siempre- pero no para el Derecho público, demasiado sometido a los embates de la incertidumbre política, con la agravante de que la presuntísima imparcialidad política de los jueces y fiscales, tiñe de opacidad lo que en otras instituciones es pluralidad y transparencia. No hay Justicia cuando la mayoría de grandes decisiones y del iter procesal se ha vuelto sencillamente incomprensible para la ciudadanía, incluida gente como yo, profesores de Derecho. Seguramente esto tiene que ver con la desorientación ética que atraviesa la opinión pública y la falta de interés de unos y otros por dar un contenido fuerte y práctico a los grandes valores constitucionales, siendo preferible, también aquí, perdernos en una miriada de intereses irreconciliables basados en las identidades grupales y en intereses poco confesables.

Y sin embargo el Poder Judicial sigue siendo básico para la convivencia, ante todo porque configura la convención de que existe una voz a la que acatar, al menos una, y gracias a ella se verifican derechos fundamentales. Y es voz del Estado: porque el Poder Judicial, por más que muchos de sus representantes sueñen con una autonomía difícil de describir, es un Poder del Estado, y no un Poder propiedad de Jueces y Magistrados. Pero para que esto goce de una mínima legitimidad, para que no se convierta, como tantas veces, en un factor adicional de desconcierto, hay que admitir que la misión principal de ese Poder es establecer la Verdad del Estado, una verdad no sometida a los cambios inherentes a la acción política habitual ni a los intereses económicos prevalentes. La Ley no crea la Verdad, como pensaba Hobbes: la verdad la establece un Tribunal. A veces es la última roca a la que asirse como colectividad.

Todos sabemos que un justiciable puede mentir para salvarse de una condena: es parte de su derecho a la defensa. Y está bien que así sea porque obliga a los aparatos del Estado a extremar su prudencia y eficacia para deshacer la presunción de inocencia. ¿Pero qué sucede cuando alguien que está en medio de un proceso largo y farragoso afirma una cosa y su contraria? No daré una opinión legal estricta. Pero lo que puedo aventurar es que lo que se ha establecido verdaderamente es que el sujeto es un mentiroso: mintió una u otra vez, pero las dos no pueden ser ciertas. ¿Puede un juez admitir eso, sin más, como parte de la lógica de la legalidad de la mentira? Quizá sí. ¿Puede una sociedad seguir mirando con confianza al Poder Judicial? Ciertamente no.

Llevo años defendiendo, contra el pesimismo, que la Justicia ha funcionado muchas veces bien en la persecución de la corrupción -no en su prevención-, aunque su falta de medios y lentitud genera en la ciudadanía la sensación de que no es así. Pero es evidente que los sucesos del Brugal, PGOU, etc., en Alicante, configuran una situación paradójicamente insoportable: se produjeron hechos tan probados que son tangibles, se reconocieron por los aparatos del Estado, y quizá se hizo mal, pero encontraremos hechos punibles en cualquier Estado normalizado que aquí pueden quedarse sin reconocimiento. Fíjense que no digo sin condena, sino sin reconocimiento. Sin verdad. Nadie hizo, nada pasó.

Llegados a este punto reconozco que estoy muy aburrido de este tema. Aburrido de una generación. Ortiz, Ruiz Marco, Bas, Briones, yo mismo, pisamos las mismas aulas en algún momento y nos hemos visto abocados a batallar durante años. Estamos en ese momento en los que los periodistas ya no bastan y tienen que llegar historiadores para decirnos qué pasó en esta ciudad. A veces dudo de que Alicante exista. No, al menos, como una ciudad con una capacidad de compartir un proyecto moral -no puritano, por Dios-. Siempre hay quien corre a arrasar la posibilidad de planear, de calcular, de consensuar, de dibujar en público. Siempre hay quien prefiere el claroscuro de los gabinetes jurídicos y del humo de los puros. Siempre hay, a la espera, un político que no concibe la política sino es danzando en la cuerda floja del límite entre lo legal y lo ilegal. Siempre hay empleados, escribientes, leguleyos y bufones dispuestos a confundir su abyección con la esencia de lo posible. Siempre hay una pléyade de ciudadanos bien pensantes -empresarios, periodistas, representantes sociales- listos para defender que, en cada etapa, hay que poner todos los huevos en el mismo cesto. Hasta la náusea. Hasta el asesinato de la inteligencia y del pensamiento crítico. Hasta la dilución de la realidad en ese espacio que va de los relojes a las puñetas de los jueces. Y vuelta a empezar. Esto de transformar el Derecho Procesal en jugar a decir mentiras es la mejor metáfora para la "Nueva Normalidad". Quizá, para diversificar la oferta turística, podría hacerse un "Museo de la Corrupción": materiales no faltarían.

Estoy seguro de que Luis Barcala, bien asesorado por los más ilustres dirigentes de su partido y sus mejores tradiciones, en cuanto acabe de hacerse fotos como servidor de obras de caridad, se apresurará a incorporar a Ortiz a las obras de reconstrucción. Experiencia no le falta. La verdad sea dicha.

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