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Opinión

El efecto Concorde de la política

Nos dice la vulgata económica que la obsolescencia reconocida de un producto y la caída de sus índices de rentabilidad ha de redundar a corto o medio plazo en su abandono en favor de actividades más lucrativas o productivas. La historia económica nos muestra, sin embargo, que esto casi nunca sucede así: lo más común es que se trate de rentabilizar lo más posible las inversiones realizadas aunque sea notorio que estas ya no tienen ningún sentido y al precio de acabar ocasionando crisis de sobrecapacidad. Se conoce en economía como «Efecto Concorde»: el proceso por el cual grandes potencias como Gran Bretaña o Francia mantuvieron operativa una flota de aviones comerciales supersónicos a todas luces poco eficientes y menos aún rentables durante más de un cuarto de siglo simplemente por no aceptar que seguir operando vuelos con Concorde era más oneroso que asumir la pérdida de las inversiones realizadas y los errores en el proceso.

Cuando nos acercamos al sistema económico y constitucional español, el proceso de eterna amortización de referentes pasados aunque se hayan demostrado ineficientes en el presente abunda por doquier. Empezando por la Corona, cuyo deterioro demoscópico y reputacional creen algunos que puede detenerse simplemente prohibiendo debatir e investigar en nombre de la inmunidad, con la esperanza que las responsabilidades políticas y penales se desvanecerán en la memoria colectiva. Lo mismo esperan algunos a propósito del caso Brugal: que con una argucia procesal como es la anulación de las escuchas telefónicas se diluya la responsabilidad política y el contenido de unas grabaciones que son el mejor retrato de una época y un sistema mafioso en la provincia de Alicante. Esconder los problemas debajo de la alfombra nunca funciona indefinidamente: también se salvaron Rafael Blasco y Eduardo Zaplana de sus primeros escarceos con la justicia a principios de los 90 gracias a la anulación de las escuchas, y ya sabemos lo que pasó después; regresaron y acabaron cayendo pero a un alto precio económico, social y moral. El efecto Concorde del producto zaplanista en Alicante es de los más agudos, parece que crónico, fíjense en el congreso del PP provincial convertido en una suerte de reinserción ripollista.

El bipartidismo tradicional sigue con sus cantinelas tradicionales, con la esperanza cortoplacista que dé para algunos años o décadas más. De la misma forma que protegen a Juan Carlos y a Felipe de Borbón de unos escándalos que todos sabemos que les alcanzarán a medio plazo, parece que la gran respuesta económica de España a la crisis del Covid-19 es apostar precisamente por el automóvil y el turismo sin primar transformación alguna; el mismo tipo de apuesta económica desarrollista que estaba de moda en la Transición en la que algunos parecen haber quedado atrapados. Mientras intentamos asumir las grandes transformaciones de la movilidad urbana e interurbana más sostenible así como se nos invita a pensar en una transformación verde con sectores menos vulnerables a la montaña rusa macroeconómica y con más valor añadido, el bloque tradicional de partidos y gran patronal apuesta por subvencionar el statu quo en retroceso. No se trata de no ayudar a los sectores afectados, la crítica viene por hacerlo solo con perspectiva electoralista y sin paradigmas futuros. Solo miramos el corto plazo.

Anticatalanismo y antivalencianismo, agua y transvases, construcción masiva, turismo sin límites, urbanismo expansivo e impuestos bajos; algunos intentan reconstruir liderazgos no solo con caras y estructuras del pasado, sino también con cosmovisiones que no responden a la sociología y al sistema productivo actual. El tipo de cambio de modelo productivo y de sociedad que necesitamos para afrontar el auténtico reto que ya tenemos encima, el de la emergencia climática, no se puede abordar con recetas, categorías y temas de debate que no solo no abordan los problemas del presente sino que se refieren a un tipo de política pasada que solo ha traído empobrecimiento respecto a la media española y destrucción del territorio.

Cuando nuestro Secretario Autonómico de Empleo, Enric Nomdedéu, propuso hará cosa de un año que la jornada laboral de cuatro días y el impulso al teletrabajo como medidas no solo de conciliación sino de acercamiento al post-capitalismo -el reparto del trabajo y el fomento de la vida- muchos de los listos que llevan décadas dando lecciones de economía y cuyas recetas vas encadenando desastres le tacharon de loco y fantasioso. El mismo PP que se abstuvo en 2017 con nuestra Renta Valenciana de Inclusión ha votado a favor del Ingreso Mínimo Vital estatal en el Congreso este mismo mes. Los mismos economistas liberales que clamaban contra el aumento del Estado de Bienestar ahora ven inevitable una renta mínima, un aumento de la recaudación fiscal o la inversión y participación directa de las Administraciones en el accionariado de empresas estratégicas o de interés, como ya está pasando en Alemania o Francia. Aspectos que eran anatema y estaban prohibidos en la Unión Europea como ayudas de Estado hasta hace tres meses. El sentido común se abre paso, le pese a quien le pese. Aunque algunos siguen, como en el viejo himno fascista, impasible el ademán. A ver si la ley de Memoria Histórica les llega, de una vez, también a ellos.

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