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Francisco Esquivel

Tiene que llover

Francisco Esquivel

La huella del galán

Hay quienes el mayor gozo lo hallan en Bayreuth con la tetratología wagneriana El anillo del nibelungo y, en las quince horas de duración, pierden el sentido. No es para menos. En mi caso la cita anual que aguardo con ansia las últimas cinco décadas es la de Woody, a la que no ha faltado ni siquiera esta vez con la industria a la que pertenece encallada logrando realizar el primer sueño que persiguió: ser mago.

Aquí lo tengo tras el gustito que da pasar el dedo por el relieve del tipo de letra Windsor de la portada de sus memorias similar al de los créditos, que tiene a las librerías sin dar abasto como en aquellos estrenos de Annie Hall y de Manhattan en los que la cola daba la vuelta a la manzana. El verdadero deleite transcurre en esta ocasión por Brooklyn cuando de bien crío intenta poner en pie los trazos de su existencia que no apuntaba nada bien. «Tuve una gran madre -confiesa-, inteligente y trabajadora, pero no, digamos, físicamente agradable. Al deslizar que se parecía a Groucho, la gente pensaba que bromeaba. Mi padre, en cambio, además de mujeriego y ludópata, llevó pistola hasta que murió». A Allan Konigsberg, ese renacuajo sin estudios ni vocación para tendero aunque hábil y tramposo con las cartas, la vida criminal le parecía más interesante, pero se cruzó el mundo del espectáculo que tampoco es manco.

Y, si no, ahí está la pesadilla que lo persigue. «En su día no hice esfuerzo porque pensé que la verdad se impondría y no ha sido así. Una buena historia, cierta o falsa, puede con todo». No es cualquier aval. Más de un treintañero, que ha aprovechado el encierro para meterse en vena Hannah y sus hermanas y Delitos y faltas, se ha percatado de que a los guionistas de Friends, con la que crecieron, les influyó quien les influyó. Y ahora que al entrevistador le advierten que hable alto porque el neoyorkino está como una tapia, tomo una cervecita con mi maestro, que es seguidor empedernido y suelta: «Entre los audífonos, las gafas y la mascarilla, cuando me echo mano, a saber lo que estoy ajustándome». Es que sí. No hay forma de sacárselo de encima.

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