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Toni Cabot

El Campello, olas junto al cementerio

Rosario recibió sepultura hace diez días en el cementerio de El Campello. Afectada por el coronavirus, fue trasladada directamente desde el tanatorio entre las medidas de seguridad reglamentarias (sudario, lejía, otro sudario estanco, caja sellada?). Media docena de allegados asistieron a su funeral, además de los operarios del camposanto. «No sabemos de dónde sale el virus, pero sí el lugar donde acaba», me comentaba un amigo que desde su morada mira de frente el mar que tiene a 25 metros y da la espalda al cementerio campellero doscientos metros por detrás. El Campello eligió hace muchos años un espacio privilegiado como última morada. Inaugurado en 1937, el camposanto no posee las vistas del enclave que alardea Luarca en ese espectacular saliente sobre el Cantábrico, pero sí está a tiro de piedra del Mediterráneo, mar que ojea desde alguno de sus rincones.

El anterior al actual reposaba sobre un solar que hoy ocupa un parque con zona verde al lado de una urbanización a pocos metros de la Torre de la Illeta, esa mole construida como vigía a mediados del siglo XVI para prevenir los ataques de los piratas berberiscos. El cierre del cementerio parroquial dio paso al nuevo hace casi cien años con el consiguiente traslado del osario y los restos allí sepultados. El auge del ladrillo en El Campello como zona turística llevó aparejada cierta polémica a finales de los ochenta a raíz de la compra-venta de los terrenos del antiguo camposanto para la construcción de apartamentos. Aquella operación derivó en un agrio enfrentamiento entre algunos vecinos del pueblo -que la consideraban como «una invasión y un ultraje» al lugar donde habían reposado los restos de sus antepasados- y el promotor de la obra, que ante las protestas expuso, a modo de réplica, la escritura de los terrenos. Recuerdo aquella escena que tuvo lugar hace treinta años como si fuera hoy dado que, enviado por este periódico, acudí para dar cobertura informativa: tres tipos con la camisa abierta dirigiéndose a un uniformado con corbata que evitaba mirarlos cada vez que alguno de ellos, alto y claro, elevaba su protesta: «Aquí no se construye, aquí están mis antepasados». La situación no pasó a mayores, pero la escena sí subió de temperatura cuando el promotor pidió a uno de ellos sacar los pies de su solar. En ese instante, uno de los «descamisados» se desplazó unos metros atrás y, subido a una piedra, comenzó a gritar: «Y desde aquí puedo decir que eres un fill de?».

En todo caso, el problema se resolvió destinando el espacio que ocupaba el camposanto a zona verde y desplazando los apartamentos al otro lado, maniobra que, al menos, eliminó los comentarios relacionados con Poltergeist, aquella película de terror de Spielberg, que comenzaban a circular por el pueblo.

En el nuevo cementerio, en cambio, nunca hubo queja. Por allí campaba a sus anchas, Paco «El Mataor», legendario enterrador de El Campello, que nunca tuvo apuro ni repulsión en cocinar sardinadas por alguna esquina del camposanto o secar el salazón colgado en algún cuarto del venerable recinto.

Salvando esos detalles, quien lo conoció asegura que Paco era un tipo entrañable. Yo solo lo vi una vez en mi vida. Fue con motivo del sorteo de Navidad de 1994, cuyo premio gordo cayó en El Campello. También en esa ocasión me desplacé a esta localidad marinera al objeto de cubrir tan afortunada noticia y allí topé con «El Mataor», exultante al conocer que acababa de ser agraciado con 90 millones de pesetas. La frase que, a voz en grito, repetía una y otra vez dando saltos con los décimos en la mano, sirvió para titular el reportaje: «Ara vos soterrará un millonari». Desafortunadamente, Paco enfermó de cáncer poco después y apenas pudo disfrutar unos pocos años de su fortuna.

Hoy la vacante de Paco está cubierta por tres operarios, Josep, Juan Antonio y Gerónimo. Los tres se han ido turnando durante el confinamiento para hacer frente a las necesidades del cementerio, cuya actividad ha girado en torno a los 2 o 3 enterramientos a la semana. Solo uno, el de Rosario, llegó con el cartel del coronavirus, pero todos revestidos con esa capa de tristeza añadida que aporta la despedida en soledad. Si sirve de consuelo, al menos desde allí se escucha cómo las olas se rompen en la orilla.

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