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Joaquín Rábago

Periodismo deleznable

No sé qué les enseñaron en las Facultades de Ciencias de la Información de la España democrática que sustituyeron a las escuelas oficiales de periodismo de la época franquista, pero parece que algunos no aprendieron nada en ellas.

Debieron de pasar de refilón por las famosas cinco uves dobles del buen reporterismo - el who, what, when, where, why- que, según los teóricos anglosajones, deben estructurar los hechos a comunicar y también por aquello de que las informaciones son sagradas y las opiniones, libres.

Libres, sí, porque dependen de la ideología, de la particular visión del mundo del opinante en el caso de los comentarios y las tribunas abiertas - o de los intereses políticos o económicos del medio si de editoriales hablamos.

Pero tanto en uno como en otro caso deberían siempre los comentarios basarse en hechos contrastables y siempre debidamente contrastados. Es lo que distingue a la profesionalidad de la manipulación o la chapuza.

Nada de eso, por desgracia, ocurre con parte del periodismo que se practica en nuestro país, donde algunos, políticos y periodistas, parecen haber aprendido rápidamente de Donald Trump que lo que importan no son los hechos sino las emociones.

¡Y cómo saben jugar con estas últimas! ¡Cómo tuercen descaradamente los hechos para que se ajusten a la emoción que quieren provocar en quienes los leen o, mejor aún, los escuchan, que es mucho más fácil manipular al ciudadano desde el micrófono que desde la letra impresa!

No les repugna, por ejemplo, hacerse eco de maliciosos rumores que circulan anónimamente por las redes si es que sirven a sus objetivos, sin que se preocupen luego de desmentirlos porque el daño está hecho, y es de lo que se trata.

Los vemos un día debatiendo en tertulias y subidos al día siguiente en tribunas públicas para leer manifiestos del partido al que más o menos disimuladamente sirven cuando no acaban convertidos en sus portavoces oficiales.

Los contratan las cadenas de TV privadas para que participen en debates que parecen más bien discusiones tabernarias: en lugar de defender en ellos racionalmente cada cual sus argumentos, se dedican a gritarse unos a otros sin molestarse en escuchar lo que antes ha dicho el contrario.

Parece que esos espectáculos tan poco edificantes contribuyen a elevar, si no el nivel de educación política del público, sí el índice de audiencia y con él, los ingresos por publicidad, que es lo único que seguramente importa a los dueños del medio.

Estoy pasando la actual pandemia en Alemania, donde sigo con interés los debates que ofrecen las cadenas públicas de este país. Participan en ellos periodistas científicos, epidemiólogos, médicos, economistas y otros expertos, junto a políticos de distintos partidos, incluidos ministros del Gobierno, que atienden a los medios a cualquier hora y no rehúyen ninguna pregunta.

Sigo también diariamente la información y los comentarios que ofrece la prensa germana en torno a la pandemia y sobre los esfuerzos que están haciendo el Gobierno de Berlín y los de los "laender" para frenar su extensión. Y debo confesarle al lector sentir una mezcla de indignación y vergüenza ajena al ver lo que, salvo honrosas excepciones, sucede con la política y ciertos medios en España.

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