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Antonio Ortuño

El tiempo da y quita razones

a mentira siempre ha estado presente en la historia de la humanidad. Tuvo que ser una práctica habitual y muy mal considerada cuando, por muy antiguos que sean, todos los códigos religiosos, éticos o políticos han condenado a la mentira y han tratado de corregir al mentiroso. El Código de Hammurabi, que lleva el nombre de un rey babilónico que gobernó hace 1700 años antes de Cristo, considerado como el primer conjunto de leyes de la historia, castigaba al mentiroso con la muerte. Zoroastro, profeta griego, decía: «castiga con azotes al falsario; desprecia al mentiroso». En el Cristianismo la mentira se expresa en forma de mandamiento, en concreto el octavo, que dice: «No darás falso testimonio ni mentirás». El Islam, en su libro sagrado nos recuerda: «¡Cuidaos de mentir! Pues la mentira conduce a la inmoralidad, y la inmoralidad conduce al Infierno». En el mundo feudal, entre los caballeros, el primero y más deshonroso de los delitos era mentir.

En nuestra sociedad moderna, nuestra respuesta ante la mentira se ha relajado, y vaya si se ha relajado. Hemos dado tintes de normalidad a que la política y los políticos vayan de la mano de la mentira. Hace tiempo, y viene siendo una práctica muy habitual, que ante una mentira nuestros políticos suelen responder con otra mentira y argumentan con más y más falsedades, hasta que al final se creen sus propias calumnias dándoles apariencia de una auténtica verdad. Ya no sienten la presión de estar ante las puertas del infierno, ya no les preocupa el pecado, no se sienten amenazados por un juez y por supuesto no perciben que mentir pueda manchar su honor. Ni siquiera temen al que años atrás fue bautizado con el nombre del «cuarto poder»; nombre que recibieron los medios de comunicación, en el siglo XIX y que tuvieron su apogeo al siglo siguiente por su papel destacado y crucial en la vigilancia del funcionamiento de los Estados de Derecho y las Democracias.

El código deontológico del periodismo se rige en unos principios básicos, como son: verdad y precisión, independencia, la equidad y la imparcialidad, humanidad y responsabilidad. Lejos queda aquel 7 de mayo de 1973, cuando el jurado de los Premios Pulitzer otorgaba al The Washington Post el galardón en la categoría de Servicio Público por sus informaciones sobre el caso Watergate. Bob Woodward y Carl Bernstein, dos jóvenes reporteros de la redacción, con el código del periodista bajo el brazo, destaparon un escándalo político que provocaría la única dimisión de un presidente de los Estados Unidos. Este escándalo no paso inadvertido a nadie, y menos a la clase política. Y antes de «poner sus barbas a remojar» se dedicaron en tropel a subvencionar y apadrinar radios, televisiones y prensa, incluso películas y editoriales. Se aseguraron así de que siempre tendrían a su lado un altavoz propagandístico de sus causas y a la vez se evitaban preguntas incómodas. Para ello algunos profesionales de la comunicación han tenido que tirar el código de las buenas artes del periodismo por la ventana y, procurando no morder la mano que les da de comer, se dedican a corear a sus jefes políticos o a destrozar al político rival. Y si para ello hay que mentir se miente. Si hay que ser parcial, se es. Si hay que ser vasallo de unas ideas, pues se es. Si hay que favorecer a alguien en detrimento de otros, se favorece. Si hay que ser cruel con el enemigo político, se machaca, sin problema alguno. Como periodistas que dicen que son, conocen la lentitud de la justicia y que la mayoría de las veces la condena por injuria no les salpica ni siquiera su honor, si es que alguna vez lo tuvieron.

La irrupción de internet en los medios de comunicación como altavoces y creadores de mentiras ha sido brutal. Las «fake news», las noticias falsas, invaden todos los días nuestros portales a las redes sociales. Diciéndonos lo que queremos oír, mintiendo y sin pudor alguno, a golpes de un «click» consiguen en pocas horas que una farsa tenga tantos creyentes y adeptos como jamás podría imaginar el director de un periódico escrito. El periódico nacional El País ostenta el récord de mayor tirada en España, cuando un fin de semana de febrero de 1.993, puso en la calle 1.700.000 ejemplares. Poco podrían imaginar los trabajadores del periódico que apenas 30 años después, por ejemplo, Pablo Iglesias tuviese la posibilidad de compartir sus pensamientos, a cualquier hora y en cualquier lugar, con los tres millones de seguidores que tiene en sus ventanas a internet.

Sabemos que las mentiras son verdaderos generadores de desconfianza. Y esta a su vez por un lado resta toda credibilidad al mentiroso, pero por otro lado también nos puede llenar de incertidumbres y miedos que nos paralizan e incapacitan para pensar, precisamente lo que más necesita un político, votantes dóciles. Y el político que ya contaba y es consciente de su poca credibilidad, nos seguirá mintiendo, nos llenará de miedos y de inseguridades si con eso consigue un voto más. Y aquí estoy, en plena crisis del coronavirus, desconfiando de las buenas noticias y no dando credibilidad a las malas. Mañana saldrá el sol y con el nuevo día conservaré la esperanza de que sea el tiempo, siempre imparable e inmisericorde, el que dé y quite razones.

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