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Joaquín Santo Matas

Gabriel Miró, la enfermedad y la muerte

El 27 de mayo de 1930, hace ahora, pues, noventa años, fallecía Gabriel Miró, el mejor y más alicantino de los prosistas que ha dado esta capital cuya relectura, en estos tiempos de confinamiento, nos ha traído el aire fresco de Polop, la suave brisa marinera temporalmente perdida y el olor a azahar de nuestras huertas y a incienso de nuestra iglesias, pero que no será ese Levante que ve el primero que llega, a no ser que lo mire a través de los prismáticos de Miró con el cristal maravilloso de sus intuiciones, según palabras de su hija Clemencia publicadas en el prefacio de las Obras Completas editadas en 1969.

Y también ahora, cuando las noticias te llevan meses martilleando el alma con contagiados y fallecidos frente al esfuerzo titánico de unos profesionales sanitarios que dan la vida por salvarlas, pienso cómo la enfermedad y la muerte estuvieron muy presentes en la vida y obra mironianas.

Estudiante bondadoso y perceptivo en el colegio de Santo Domingo de Orihuela, tuvo que abandonarla de pequeño por mor de unas fiebres reumáticas que le dejaron mal su rodilla izquierda, lo que propició que la crueldad infantil de sus condiscípulos le pusiera el mote de 'El corderito cojo', mucho antes de que naciera Sigüenza como su 'alter ego' literario deambulando por Oleza, trasunto de la capital orcelitana.

Recordemos su pasión por Polop de La Marina, el 'lugar hallado' que descubriera por sugerencia de Óscar Esplá, a causa de la enfermedad padecida por su hija Clemencia que requería de aquellos salutíferos aires donde aflorara a borbotones su excepcional 'Años y leguas'.

La muerte de Félix en 'Las cerezas del cementerio', una obra maestra de la literatura española donde el camposanto adquiere un protagonismo estelar; o 'El obispo leproso', prelado que sobrelleva la demoledora enfermedad pensando en Paulina, su amor platónico, novela que para la revista literaria 'Quimera' es una de las diez mejores del siglo XX, nos acercan al tránsito vital que en nuestro escritor estuvo revestido de agobios económicos por sobrevivir.

Recuerdo la tarjeta de visita que me enseñó un viejo amigo coleccionista hace unos años donde, entre el nombre de Gabriel Miró y la dirección del madrileño Paseo del Prado número 20, rogaba de su puño y letra que a la portadora se le entregaran en la farmacia unas medicinas con las que curar alguna dolencia y que él en cuanto le fuera posible, pasaría a pagarlas.

No sé si los tiempos estarán para homenajear a Miró al cumplirse nueve décadas de su muerte, pero he querido esbozar estos párrafos que sirvan de recuerdo y homenaje al hombre que no merece caer en el olvido aunque ya por entonces el periódico 'El Luchador' afirmara de él ser un "manjar de minorías".

A Miguel de Unamuno, que dijo de Miró que era "el hombre más puro de corazón que he conocido" y que "su inteligencia era la forma suprema de su bondad", le rindieron un homenaje en el Ateneo de Madrid el 2 de mayo de aquel 1930. Tras acudir al mismo, se sintió Gabriel enfermo. Pensóse en un resfriado, luego en una gripe pero aquello derivó en una apendicitis que acabaría generándole una peritonitis de la que fue operado de urgencia el 26, falleciendo al día siguiente.

Como últimas palabras, se le oye musitar un "¡Señor, llévame!", según su hija Olympia, mientras Clemencia habló de "no puedo más, ya está bien, Señor" y Juan, su hermano, que las palabras postreras fueron dirigidas a su tierra natal: "¡Alicante. Adiós a todos!", un Alicante que lo había condenado al ostracismo del que lo quiso recuperar a última hora la Asociación de la Prensa que había acordado, a mediados de mayo, rendirle un homenaje de reconocimiento a su figura, pidiendo incluso al Ayuntamiento que los jardines de la plaza de Isabel II, llevaran el nombre de Gabriel Miró, como sucede en la actualidad.

El alcalde Gonzalo Mengual hace de madrugada gestiones para que su cadáver sea traído a Alicante. La familia se muestra reticente; el propio Miró, en el entierro del escritor Enrique de Mesa, justo un año antes, el 27 de mayo de 1929, había elegido su tumba en el madrileño cementerio de La Almudena.

Carlos Esplá escribió párrafos necrológicos tan bellos como este: "Gabriel Miró había convertido en palabras la claridad azul de nuestro mar y nuestro cielo. Una página de Miró era como una estrella de luz, de Mediterráneo, suspendida sobre el paisaje amarillo y verde tostado de los lugares que recorría melancólico y tímido".

Con mucha más vehemencia lírica afirma el poeta Salvador Sellés: "Entran a decirme que Gabriel Miró ha muerto. No lo quiero saber... no lo quiero creer. ¡Que ha muerto la gloria y el orgullo de Alicante, de todo el mundo literario! Todos estamos de luto. ¡Que su pluma de arcángel luminoso va a hundirse para siempre en las tinieblas!".

A las ocho y media de una mañana gris y lluviosa del jueves 29 de mayo comienza el acto fúnebre que preside su hija Olympia, su yerno el doctor Luengo, su hermano Juan, el presidente de la Real Academia Española de la Lengua Ramón Menéndez Pidal, los escritores Azorín y Ramón Pérez de Ayala y en representación de su tierra natal, Miguel Pascual de Bonanza por el Ayuntamiento y Emilio Costa en nombre de la Asociación de la Prensa.

Muchos intelectuales y expertos, locales y foráneos, han hablado y escrito con admiración de Gabriel Miró aunque siempre pienso que su tierra natal está en permanente deuda con aquel que tanto la amó y tan magistralmente describió.

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