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Coronavirus 10. Perplejidad

Durante diez semanas he titulado esta serie "Coronavirus" -en realidad antes ya dediqué algún artículo al tema-. Adopté esa decisión porque me convencí de que, en lo esencial, sólo hay pandemia, y que lo demás son sus circunstancias y, fuera, trivialidades que recordamos para no olvidar que estamos vivos. Este es el último artículo del ciclo. No porque las cosas hayan cambiado del todo, sino porque la opción llevaba implícito el compromiso de buscar un estilo que pudiera concitar la reflexión en el medio y largo plazo, el entendimiento compatible con la crítica y la huida del tono agresivo. Y ahora creo que todo eso, ya, son vanas ilusiones. El tiempo dirá si me retiro derrotado o simplemente asumiendo que alguna normalidad, o sea, el imperio de la preocupación por la economía sobre el empeño por la salud -con mil matices-, se abre paso. Posiblemente no será ni una cosa ni otra.

Pero me he aburrido. Y no encuentro mucho sentido a mantener un presunto tono moderado cuando casi nadie opina si no escribe su texto a la luz de la luna llena, temiendo que le alcance una bala de plata o no verse en el espejo. Se está escribiendo con sangre, sin reparar demasiado en el daño de conjunto que se cause. La literatura demediada se ha convertido en un daño colateral. Y quizá esté bien que así sea porque refleja la autenticidad de este tiempo que nos ha sido dado vivir y que suma improperios con aplausos, gestos de algodón de azúcar con el estupor de los canallas. Ojalá creyéramos en Dios. A Dios podríamos apostrofar, dirigir nuestras quejas, ya que no nuestras súplicas. Pero Dios se ha quedado para algunos obispos histéricos con afán martirial, bien amargados porque la sociedad democrática les niega esa postrera victoria. (A ver cuando la prensa informa de las guerras internas en la Iglesia católica: no hay entidad subvencionada más libre de información).

¿Ven? Yo también sé disparar a diestro y siniestro. Porque este parece ser el signo del tiempo: yo moriré, yo quedaré en paro, yo ganaré 20 millones, a mi me subirán los impuestos un 0'00006%... pero yo me llevo a alguien por delante. Los discursos de una buena parte de los políticos, de los periodistas, de los dignos representantes de altos estudios económicos, de los influencers, de los deportistas, de los niñatos de las banderas, consiste en transformar incertidumbre en miedo, miedo en rabia, rabia en amenaza, la amenaza en odio. Nos perdonamos unos a otros la vida hasta ver si el virus se la lleva. Y esto es lo que me aburre. El tono. No las opiniones. Nos queda, sólo, en esta fase intermedia, hacer ostentación de perplejidad. Presumo ahora de no ser un experto, de no saber, de ir asustado y a ciegas cogido de unas cuantas manos que me son gratas, enunciando perplejidades. ¿Nos tiene que robar el virus, también, la honestidad intelectual, que incluye el error? Por eso, ahora, me limitaré a esbozar unas pocas opiniones, meras intuiciones, sin ningún deseo de que sean tomadas como prognosis asentada en estudios sólidos.

1.- Entramos en una época hiperpolítica: todo lo social, lo económico y lo cultural va a intentar repolitizarse para aspirar a poder defender mejor los diversos intereses. Eso tiene la ventaja de reducir los enfrentamientos a una lógica democrática, salvo que algunos pretenden destrozar la democracia. Y la desventaja de que otros tratarán de que la política concreta cristalice en ideologías abstractas que, en nombre de la utopía, tensen más las relaciones sociales.

2.- Si hay más política hay que vigorizar la política, hoy temblorosa y desprestigiada. Los actores políticos decentes tienen, por encima de su programa, la obligación de defender la coherencia, no fragmentar sus propuestas, no dejar que los intereses particulares sean cuñas en la cohesión social sin la que la democracia será imposible.

3.- Los políticos, los comunicadores y dirigentes sociales no pueden ser magos de la disgregación. El gran peligro para la paz social, las instituciones y la salud pública es la ultraderecha. Y la ultraderecha no avanza ni vence con valores programáticos alternativos, sino como virus que se instala en cuerpos vivos para disgregarlos. Jugar a exacerbar las diferencias de todo tipo, como la izquierda lleva años haciendo, será suicida: una cosa es respetar la pluralidad y otra convertirla en la enseña de justificación de todas las impotencias.

4.- En UE y España vamos a 4 ó 5 años, por lo menos, de incertidumbre, pobreza, desigualdad y agitación política. Habrá bloques, aunque sea indeseable. Elegir la trinchera será esencial. Y elegirla bien y con tiempo para asegurar pertrechos y cuadros adecuados capaces de digerir embates y liderar contrataques. Las luchas van a establecerse en torno a muchas variables, pero el mayor denominador común será la igualdad. Y la izquierda ya no puede conformarse con una desigualdad atemperada por políticas paliativas. Hablamos, pues, de acumulación de fuerzas, de relatos que procuren alianzas, de cuidar como oro en paño las pocas expresiones actuales de unidad institucional -el Botanic, por ejemplo-. Hablo de aparcar los desaires, de desayunar sapo cada mañana y de demostrar inteligencia regada con trabajo serio y documentado. Habrá luchas por conquistar banderas: siempre habrá estúpidos dispuestos a morir por ellas. Pero que no nos arrastren.

5.- La lucha por la igualdad estará estrechamente unida a la redefinición del papel del Estado y de la dimensión de lo público. Eso significa, por ejemplo, que todo debate sobre el destino del dinero público no podrá escindirse del debate sobre el origen de esos fondos. Y significa que hay que expulsar del pobre imaginario de la izquierda la ilusión absurda de que volvemos a un benéfico keynesianismo. Algo de eso habrá, pero en las condiciones actuales no significará lo mismo que en 1945. O se definen nuevas fórmulas de poder político, incluyendo las que aseguren una buena administración de esos fondos públicos, o nos encontraremos con un rebote a favor del liberalismo más salvaje -¿no se oye ya que mejor morir de virus que de crisis?, ¿no lo dice ya gente que no pasará hambre?- y del centralismo más español. Entramos en el reino de los efectos colaterales: allá cada cuál con su conciencia si se conforma con una semana más de gloria en las redes a cambio de seguir mirando hacia atrás con toda la ira del mundo.

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