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Francisco Esquivel

Unos campeones

No recuerdo bien si fue durante el estreno de Dersu Uzala o el de Cuerno de cabra cuando, estando en la sala de arte y ensayo con una chavalita preciosa, se oyó unas filas más adelante en pleno clímax de la peli un grito desgarrador como consecuencia de una emoción contenida: «¡Gooooooool!». El pinganillo aquel me reportó el alegrón de la tarde.

Fui uno de los muchos que por entonces llevó a la vista Cuadernos para el diálogo por ejemplo y el As dentro procurando que no sobresaliese. Qué tortura. La clandestinidad se encontraba inoculada en los ámbitos concienciados y hubo que echar mano de ella puesto que el fútbol era el opio del pueblo, el pan y circo con el que deleitaba un régimen al que no le faltó una buena retransmisión para celebrar el Primero de Mayo a su manera. Como cualquier hijo de vecino, tuve por supuesto mis veleidades, deambulé del Ajoblanco a Tom Wolfe pasando por García Márquez e hice caso omiso a las insinuaciones provenientes de las células que no paraban de moverse para captar todo lo que podían dado que lo mío empezó a girar en torno a la objetividad, pero el agobio por la trayectoria más que errática de mi equipo me tenía en un sinvivir. Se dio por hecho que con esas inclinaciones nunca nos pareceríamos a los europeos. La carga, por tanto, no fue fácil de sobrellevar.

Poco a poco salieron al rescate firmas como soles que nos dieron la vida a quienes formábamos parte de esa sui géneris grada. Vázquez Montalbán fue proclive a confesar su pasión futbolera y, junto a él, revelaron la propia Benedetti, Delibes, Kapuscinski y, con el devenir de los mundiales en color, nos asaltaron los poemas al balón lanzados por Galeano y por Villoro. Una vez redimidos, nunca pensé que llegaríamos hasta esto. Con Alemania en cabeza, europeos de todos los colores saltándose reglas y dando prioridad a carrileros y mediapuntas para proporcionar distracción a los confinados poniendo el atrofiante fútbol en un gran primer plano sin ningún tipo de disimulo. Será posible.

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