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Ni tan normal ni tan nuevo

Cuando nos enfrentamos a lo desconocido, lo primero que hacemos es intentar darle un nombre. Nombrar es la mejor manera de identificar lo extraño. Si tiene nombre, da menos miedo. Si podemos nombrarlo, podemos derrotarlo. Al virus asesino enseguida lo bautizamos y barajamos todo tipo de nomenclaturas: virus chino, neumonía de Wuhan, coronavirus, Covid-19. No fue fácil, como tampoco lo fue el intento de acotarlo en la categoría de brote, endemia, epidemia o pandemia, y porque no hay más allá. Puesto el nombre, necesitamos tomarle la medida y enseguida lo calibramos, lo cotejamos con algo conocido. Empezamos por ver los parecidos entre esta epidemia con las recientes del ébola, de la gripe aviar o del sida. Incluso nos remontamos más atrás, a la gripe llamada española de hace cien años. Y aún más atrás, a todas las pestes, la bubónica, la neumónica, la negra, la asiática€ Nos hemos remontado hasta la «Ilíada», donde Homero relata la angustia de los soldados confinados por la peste a las afueras de Troya. Otro tanto nos ocurre con la otra gran crisis que nos aguarda, la económica. Pero como la economía es algo más nuevo que la enfermedad, las referencias son más recientes. Que si esta crisis va a ser mayor que la financiera de 2008, que incluso peor que la que desencadenó el crack del 29, en fin, que no tiene precedentes. Más atrás en la historia, con una economía más simple, a las crisis se les llamaba simplemente hambrunas, como las terribles hambrunas de Irlanda y la India en el siglo XIX. Incluso en el XX hubo hambrunas como la de los años 30 en la Unión Soviética, o la de España en los 40 -«más hambre que en el 41»-, o la de Etiopía en los 70. Y alguna olvidada queda aún en el siglo XXI. Por más que intentamos encontrar parangón en la historia para nuestra desgracia sanitaria y económica, no encontramos nada parecido que nos consuele, que nos enseñe cómo se sale de esto. De ahí que se inventen términos nuevos, absurdos incluso, contradictorios, oxímoron imposibles para explicar una situación tan ignota como las tierras que pisaban por primera vez los conquistadores. En este contexto, se ha inventado la expresión nueva normalidad para referirse al mundo que viene, a lo desconocido, a un futuro incierto por más que los augures pretendan explicarlo cada día. Son palabras huecas, probablemente esperanzadoras y bienintencionadas, con ecos de ONG. La nueva normalidad es como el nuevo futuro, como si hubiera algún futuro antiguo. La situación que vivimos -y la que viviremos- ni va a ser nueva, ni normal. No puede ser nueva, porque muchos antes que nosotros han vivido convulsiones tan graves o más que esta. Ni tampoco normal, porque esto por lo que pasamos y lo que parece venir a continuación, es extraordinario, ajeno a toda norma conocida. No somos los primeros en preocuparnos por la normalidad. La normalidad -que no nos saquen de nuestra confortable rutina- ha preocupado al hombre desde que el mundo es mundo. Sin ir más lejos, hace poco más de cuatro décadas, los españoles estábamos muy preocupados por la normalidad. En 1976, el presidente Adolfo Suárez recurrió al mismo concepto en su primer discurso: «Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal». Ya entonces necesitábamos jugar con las palabras para perder el miedo a lo desconocido. Pasábamos de la dictadura a la democracia. Ni siquiera sabíamos qué era lo normal y lo anormal. Aquel discurso fue escrito por el periodista Fernando Ónega para el bisoño presidente en tiempos de tensión y angustia como los actuales. Y ya apuntaba un buen método para afrontar una «nueva normalidad», que podría ser muy útil hoy: «Vamos, sencillamente, a quitarle dramatismo a nuestra política». Se lo quitaron. Y aquí estamos ahora, temerosos de perder la normalidad que nació entonces y que ya ha durado incluso más que la anormalidad precedente.

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