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Jorge Dezcallar

Opinión

Jorge Dezcallar

China y el Covid-19

Estos días de pandemia se habla mucho del ascenso de China en la geopolítica mundial. Pero es algo que viene de atrás, desde que Xi Jinping abandonara la política exterior de per?l bajo de Deng Xiaoping para abrirse al mundo a lomos de un espectacular desarrollo que le ha permitido sacar a 300 millones de personas de la pobreza, mientras su economía se dispone a sobrepasar a la americana a mediados de siglo. Este despertar chino se ha visto acompañado de errores por parte de Donald Trump como dejarles diseñar el espacio económico del Indo-Pací?co al renunciar al Tratado Transpací?co, o permitirle a Xi presentarse en Davos como el paladín del libre comercio, lo que no deja de tener su ironía. Esta apertura de China hacia el mundo nos resulta inquietante en el plano de la economía, de las ideas y de la política.

En el plano económico y comercial China lanzó en 2013 su ambicioso programa de la Ruta de la Seda, una faraónica red de infraestructuras por valor de un billón de dólares. Hay quien la ve como un instrumento para dominar el mundo, mientras que para otros es un nuevo Plan Marshall para desarrollar regiones olvidadas en Asia o África. En Europa algunos países se han sumado (Italia, Portugal...) mientras que otros como España o Francia la ven con recelo por su opacidad, discriminación, falta de respeto por la propiedad intelectual, competencia injusta y falta de respeto por los estándares internacionales en cuestiones comerciales, laborales o del medio ambiente. Y mientras esto ocurre, los EE UU y China andan enfrentados en guerras comerciales colosales y también en peleas tecnológicas donde dominan ?rmas chinas como Lenovo, Alibaba y Huawei porque dos tercios de la inversión mundial en Inteligencia Arti?cial se hace ya en China, que no oculta su voluntad de liderazgo. La batalla por la hegemonía tecnológica ha estallado con especial virulencia en torno a las redes 5G, esenciales para el funcionamiento de las ciudades inteligentes. Trump ha cerrado el mercado norteamericano a Huawei y presiona a otros países para que hagan lo mismo aduciendo razones de seguridad. También preocupa la utilización de tecnología digital para crear un sistema de autoritarismo digital y de crédito social como el que ya se utiliza en Xinjiang.

En el plano ideológico China pone en cuestión el modelo geopolítico de democracia liberal instaurado por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, que se plasma en las Naciones Unidas, el FMI, el Banco Mundial etc, por estimar que responde a valores e intereses occidentales. No le falta razón y como consecuencia hoy no sería posible adoptar por unanimidad la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 porque China, India y otros países los quieren adaptar a un mundo con otros valores y donde el centro del poder económico ya no está en el Atlántico Norte sino en el Indo-Pací?co. Beijing quiere poner en pie un orden geopolítico alternativo que responda a su concepción liberal en lo económico y autoritaria en el plano político, que está teniendo seguidores en países tan importantes como Turquía, Filipinas, Brasil o Hungría. Desaparecidos el Fascismo y el Comunismo que dominaron buena parte del siglo XX, el Liberalismo triunfante se enfrenta ahora al Autoritarismo de modelo chino cuyo éxito económico deslumbra a muchos, y que propugna una rede?nición de los principios geopolíticos que rigen el mundo desde 1945. Por eso la Unión Europea acierta al considerar a China al mismo tiempo como un «socio estratégico» y un «riesgo sistémico».

Y lo mismo ocurre en el plano político, donde China no oculta sus ambiciones sobre Taiwán o sobre el Mar del Sur de China con evidente falta de respeto por las normas del Derecho Internacional, que ha provocado el acercamiento defensivo entre países tan diferentes como Japón, China, Australia, Nueva Zelanda, Malasia e Indonesia. China tiene el segundo presupuesto mundial en defensa (250.000 millones de dólares) todavía a gran distancia de los 650.000 millones de los EE UU. Por eso Graham Allison piensa que una guerra entre EE UU y China en las próximas décadas es «no sólo posible sino mucho más que probable» en cumplimiento de lo que llama «la trampa de Tucídides» que llevó a Esparta a atacar a Atenas antes de que se armara. A esa línea de «construcción del enemigo» puede apuntar el discurso pronunciado sobre China por el vicepresidente norteamericano Mike Pence el pasado octubre en el que anunciaba una nueva era de «competición entre grandes potencias».

Sobre este complejo escenario se ha abatido ahora la pandemia del Covid-19 que ha empeorado las malas relaciones chino-norteamericanas. Estados Unidos critica a China por ser el origen de lo que Trump llama «el virus de Wuhan», que insinúa sin pruebas que se creó en un laboratorio, mientras que desde Beijing se lanzan descabelladas teorías que acusan a soldados norteamericanos de haberlo diseminado. A Trump le conviene «un villano exterior» con vistas a las elecciones del 3 de noviembre, mientras Xi se ha lanzado a una descomunal campaña de imagen para hacer olvidar lo mal que lo hizo cuando estalló la pandemia (ocultación del problema y retraso al enfrentarla), destacando la e?cacia con la que luego la ha combatido y la ingente ayuda que está prestando a otros países. La desinformación nos inunda desde ambos lados.

Por eso el Covid-19 se limitará acelerar el deterioro de unas relaciones que ya son malas sin llegar a más, porque por ahora China no está en condiciones de rellenar el vacío que deja en el mundo la retirada norteamericana. Y si algo tienen los chinos es paciencia.

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