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Joaquín Rábago

El debate en torno a las mascarillas

Ha costado en Alemania, como en todas partes, convencer a todos de la importancia de que los ciudadanos lleven mascarillas, igual que ocurre en en Asia, para frenar o ralentizar al menos la propagación del coronavirus entre la población.

La culpa no la tiene sólo la obstinación de algunos políticos, poco dispuestos a obligar a sus conciudadanos a una medida que está lejos de gustar a todo el mundo, sino también la propia indefinición de los expertos, que no lograban ponerse de acuerdo sobre su utilidad.

Muchos epidemiólogos argumentaban que las mascarillas podían producir una falsa sensación de seguridad y hacer que muchos ciudadanos no respetasen el distanciamiento físico requerido, que sigue siendo la medida más eficaz.

También se dijo, y se sigue diciendo, que la mascarilla más sencilla, esa que muchas familias han decidido fabrican en sus casas, protege tan sólo a los demás y no a quien la lleva puesta, algo que ha contribuido a confundir y genera lógico escepticismo sobre su utilidad.

Según uno ha podido colegir de los innumerables debates entre virólogos, ése parece ser el caso. La conclusión es que sólo si obliga a todo el mundo a llevar mascarillas quirúrgicas en los transportes o en el supermercado, se podrá cortar un día la cadena de transmisión.

Pues entra aquí en juego lo que se conoce en economía como el problema del polizón - en inglés "free rider"-, que se produce cuando un individuo trata de obtener un beneficio por usar un bien público o un servicio mientras evita pagar por él como el resto de la colectividad.

Si todo el mundo menos una persona usase mascarillas, también esta última se vería beneficiada al quedar protegida sin haber tenido que poner nada de su parte. Pero si en lugar de ser sólo un individuo, fuesen muchos quienes adoptaran tan insolidaria actitud, jamás se conseguirá el efecto deseado: es decir, la propagación del virus.

La solución, pues, es obligar a que todo el mundo lleve ese trozo de tela o de cualquier otro material cubriéndole la nariz y la boca al menos en los lugares cerrados donde hay una elevada concentración de personas. Y a fortiori cuando resulta difícil guardar el metro y medio o dos metros de distancia física, que sigue siendo con todo lo más importante.

Tal es la solución que adoptaron primero algunos "laender" alemanes como los de Sajonia-Anstalt y Baviera, donde se vienen aplicando las regulaciones más estrictas, y a la que han acabado sumándose el resto.

Existe en cualquier caso una fuerte sospecha de que si las autoridades de este y otros países no adoptaron antes una medida tan drástica, ello no se debe sólo a las diferencias de opinión en la comunidad científica sobre su eficacia, sino sobre todo a la escasez de ese material protector.

Resulta en cualquier caso paradójico que en una sociedad de la abundancia como la nuestra, con tiendas abarrotadas cada nueva temporada de prendas de vestir, haya sido tan difícil encontrar unas simples mascarillas.

El motivo principal es conocido; su fabricación se trasladó hace años a países de mano de obra más barata como China y, por culpa de la pandemia, se interrumpieron de pronto las cadenas de suministro. Un disparate más de la globalización al que nuestros Gobiernos parecen por fin dispuestos a poner remedio.

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