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Experimento existencial

Estamos ante un experimento existencial sin precedentes que pone el mundo entre paréntesis y nos confronta con nosotros mismos. El ruido y la furia del mundo ceden paso a la vida doméstica, donde todos estamos igualados a la baja, sin prisas, ni necesidad de mostrar lo feliz que eres, ni de mantener el tipo en todo momento. De pronto, tenemos un cuerpo vulnerable, no ya el estandarte de nuestra imagen, y de repente los vecinos han aparecido ahí, afectados como uno, más afectuosos que nunca y quién sabe si infectados. Sensación extraña esta experiencia de los otros, como en la parábola de los puercoespines de Schopenhauer, ni demasiado cerca porque nos podemos infectar ni demasiado lejos por no estar solos. Como tal experimento existencial, pone a prueba nuestras capacidades y debilidades, pero sobre todo capacidades más allá de las que uno mismo se podría imaginar. Hay un afán de dar recomendaciones pero, en el mejor de los casos, son de sentido común (tener una rutina, etc.). Las mejores ayudas salen de uno mismo, pero no porque estuvieran dentro de uno, sino porque la situación selecciona de nuestras posibilidades aquellas que son más funcionales. Entre ellas ponerse a hacer, aprender de otros, preguntar y dejarse aconsejar. Quizá nadie es tan inútil como se pensaba. Puestos en situación, uno pone en juego capacidades impensadas, como recuperar entretenimientos, extender el tiempo, adecuarse al ritmo de las cosas, aceptar lo que no podemos controlar, ponerse en contacto con familiares y amigos, mirar por la ventana como un fin en sí mismo, aburrirse y desaburrirse, pensar -que es en realidad hablar contigo en silencio-, repensar la vida y, en fin, entristecerse por la vida perdida y estar preocupado por cómo irán las cosas. La tristeza y la preocupación se suelen nombrar con términos clínicos como depresión y ansiedad, pero no por ello dejan de ser experiencias existenciales donde las haya. Depresión y ansiedad son respuestas de lo más normal a una situación como ésta, caracterizada por la pérdida de la vida que llevábamos y la incertidumbre acerca de cómo irá todo. La depresión y ansiedad pueden propiciar soluciones en tanto suponen una manera realista de ver las cosas y mueven a hacer algo diferente. Quien no ha experimentado depresión y ansiedad no sabe lo que es la vida. Hasta el miedo, la limpieza compulsiva y la paranoia se han vuelto razonables en estos tiempos. Si no tienes miedo ni sospechas que te puedes infectar de las maneras más impensables, mal andamos. Sería una lástima que psiquiatras agoreros vinieran a predecir cantidad de trastornos de ansiedad y depresión u otros, cuando estas reacciones son de lo más propias y de hecho no son trastornos mentales por ser precisamente reacciones dadas las circunstancias. Ni siquiera de acuerdo con criterios psiquiátricos serían propiamente trastornos en tanto no se debieran diagnosticar antes de seis meses de la situación causante. No sería buena, después de ésta, una segunda pandemia en este caso de clínicos y predicadores del coaching salvándonos de malestares normales y de traumas que no tendrían si no los buscaran. Se suele hablar de resiliencia, una palabra de moda, pero en mi opinión es poco adecuada para esta situación. La resiliencia sugiere una resistencia flexible, como la del junco, mejor que el roble ahí plantado. Pero la resiliencia tiene un sentido de resistencia individualista. No en vano el término se popularizó en el contexto neoliberal de despidos, de modo que se dijo a la gente que tenía que ser resiliente, es decir, aguantarse y buscarse la vida antes de que otro le coma su queso. El contexto del coronavirus es distinto. La resistencia aquí no es competitiva, sino compartida, contando con los otros porque todos estamos igual. Por eso las relaciones se han vuelto más tiernas y afectuosas, comprensivas y colaborativas. La vida se ha igualado por lo cotidiano. Por eso resistir es una canción que conecta los balcones y ventanas de las calles. La resiliencia aquí está más en ayudar y dejarse ayudar, que meramente en aguantarse y bastarse a sí mismo. ¿Qué tal si nos preocupamos de los otros en vez de estar pendientes de cómo nos sentimos nosotros mismos? Quizá sea porque estaban más pendientes de los demás que de sí mismos por lo que los sobrevivientes del tsunami de 2004 en el océano Índico no tuvieron los traumas que vaticinaban los clínicos occidentales allí esperando con sus medicamentos y técnicas, convertidos al final en un segundo tsunami para los nativos.

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