Las Comunidades Europeas fueron dotadas en sus Tratados fundacionales de un original sistema de adopción de decisiones donde es preciso la colaboración entre tres instituciones: por una parte, la Comisión, que hace las propuestas; por otra, el Parlamento y el Consejo, que adoptan los actos legislativos y el presupuesto de la Unión. Nunca -ni siquiera durante los debates que diseñaron el malogrado Tratado constitucional en el seno de la Convención para el Futuro de Europa en los albores del nuevo milenio- se han presentado alternativas a este modelo institucional, que implica en la práctica un alambicado mecanismo de pesos y contrapesos entre las tres instituciones y que es tan dúctil como contradictorio y ambiguo. No intenten establecer una analogía con el sistema estatal de división de poderes consagrado por Montesquieu. Este sistema quedó fuera del modelo.

Así presentado, el "método comunitario" tiene ventajas, pero también inconvenientes. Por una parte, resulta eficaz al posibilitar una permanente dialéctica -la dialéctica de las palabras (words) frente a la de las espadas (swords)- entre los intereses comunes -de la Unión- y los intereses nacionales. Pero, por otra, a) exige un consumo extraordinario de tiempo y de energía en este extenuante diálogo/negociación, lo que ciertamente merma la capacidad de reacción rápida cuando la urgencia así lo requiere; b) transpira un carácter difuso e ignoto y resulta muy difícilmente comprensible por la opinión pública y por los ciudadanos, quienes sienten que lo que se cuece en Bruselas está muy lejos de su realidad diaria; c) en fin, en la práctica el poder de los Estados -que se pretendía con este sistema moderar- no ha hecho sino incrementarse a medida que se ha ido multiplicando el número de participantes y el peso de los intereses gubernamentales ha acabado por socavar en muchas ocasiones la autonomía y el papel del Parlamento y, sobre todo, de la Comisión. Lo que está ocurriendo en las últimas semanas es claro indicio de ello.

Quien suscribe esta reflexión está profundamente convencido de que el proceso de construcción europeo es una de las mayores aportaciones que nuestro continente ha hecho a la humanidad y de que es precisamente en momentos tan cruciales como los actuales cuando habría que promover con mayor ímpetu que nunca "una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa" -como reza el preámbulo del Tratado de la Unión Europea- y rechazar con la máxima energía los cantos de sirenas que invitan a abrazar el simplón recurso al repliegue local. Por eso es necesario abrir los ojos, reconocer las debilidades del sistema y evaluar desde una perspectiva crítica la respuesta que están ofreciendo las diferentes instituciones de la Unión a la pandemia que nos azota. Y, de entre todas ellas, quizás la más alejada del común de los mortales sea la Comisión. Cuando pensamos en la actuación de la UE respecto a la crisis del COVID-19 es muy sencillo poner a caldo enseguida a la Comisión Europea, haciéndola culpable de las mayores iniquidades y sevicias. Pero, ¿de verdad conocemos qué es la Comisión Europea, a qué se dedica y cuál es su margen de maniobra? Permítame, lector, unas sucintas líneas dirigidas a aclarar estos menesteres, pues solo tras ellas será posible evaluar con cierto conocimiento de causa el papel que ha ejercido -y el que debería ejercer- la Comisión durante la crisis y, sobre todo, durante la postcrisis.

La Comisión Europea es una institución de la Unión Europea independiente de los Estados miembros, de las otras instituciones de la Unión y de los intereses privados. Existe desde la creación de la primera Comunidad, la del Carbón y del Acero, aunque entonces se denominaba "Alta Autoridad". El Colegio de Comisarios está compuesto por 27 miembros que son elegidos por 5 años tras cada elección del Parlamento Europeo, entre los cuales destaca la figura de su presidente y la de uno de sus vicepresidentes, que es al tiempo Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, cargo que en estos momentos ocupa el español Josep Borrell. Desde un punto de vista burocrático, la Comisión está organizada en 33 Direcciones Generales, 14 Departamentos y 6 Agencias Ejecutivas, que comprenden alrededor de 32.000 funcionarios y contratados laborales. Por lo tanto, una cosa es la Comisión y otra diferente "los servicios de la Comisión".

El procedimiento de elección de los miembros de la Comisión Europea es complejo. En concreto, el de su presidente nos permite vislumbrar hasta qué punto sigue siendo controlado por los Estados miembros. El o la presidente es propuesto por el Consejo Europeo -los Jefes de Estado y de Gobierno- por mayoría cualificada, es decir, con el voto favorable del 55% de los Estados miembros que incluya al menos a 15 de ellos representando al 65% de la población de la Unión, y nombrado por el Parlamento por mayoría simple de entre sus miembros.

El detalle de la propuesta por los Jefes de Estado y de Gobierno no es baladí, porque la experiencia demuestra que el Consejo Europeo ha intentado siempre proponer a personalidades relativamente acomodaticias o débiles. Tan solo dos han logrado escapar a este destino. El primero fue el alemán Walter Hallstein, el primer presidente, uno de los principales autores de los tratados de Roma de 1957 y una personalidad capaz de enfrentarse al mismísimo Charles de Gaulle defendiendo una Europa federal frente a la Europa de los Estados que proponía el general: fue obligado a dimitir por éste, evidentemente. El segundo fue el francés Jacques Delors, elegido en 1985 con el apoyo expreso de François Mitterrand y de Helmut Kohl y que fue extremadamente hábil al rescatar el proceso de construcción europea de una prolongada esclerosis para proponer -y conseguir, sorprendiendo a los Estados miembros- la transformación de una comunidad económica en una unión política. Desde entonces, la relevancia política del presidente de la Comisión ha ido en declive, declive acentuado a partir de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, el 1 de diciembre de 2009, que creó la figura del presidente del Consejo de ministros como contrapeso político al presidente de la Comisión.

El anterior párrafo era necesario para comprender hasta qué punto es complejo el desafío que tiene por delante la actual presidente. La alemana Ursula von der Leyden, médica nacida en Bruselas e hija de Ernst Albrecht, uno de los primeros altos funcionarios comunitarios, conoce bien la Comisión y es consciente de que ha sido nombrada por el Parlamento Europeo por una exigua mayoría de 383 votos a favor y 327 en contra, de que debe todo su rédito político a Angela Merkel -quien la ha mantenido en el gobierno alemán desde el año 2005- y de que se enfrenta, apenas iniciado su mandato, a un triple reto tan inesperado cuanto extraordinario: por una parte, canalizar todos los esfuerzos europeos por controlar la pandemia y relanzar la economía europea; por otro, reforzar a la Unión Europea como actor internacional; en fin, rememorar a su antecesor Jacques Delors y convencer a los 27 Estados miembros de que el único escenario de futuro viable para la Unión es reinventarse relanzando la integración política. Este es el mensaje subliminal que -entiendo- pretendió lanzar en su tan dramático cuanto apasionado discurso pronunciando el pasado jueves 16 de abril en la sesión plenaria del Parlamento Europeo.

Hoy toca reflexionar sobre el primero de estos retos -los otros dos merecerán una atención específica en su momento- y para ello es necesario con carácter previo visualizar a qué se dedica la Comisión Europea. Sintetizando al máximo, el Tratado de la Unión Europea atribuye a la Comisión cinco misiones. a) Por una parte, la de motor de la integración europea, promoviendo el interés general de la Unión y asumiendo en exclusiva -salvo contadas excepciones- el poder de la iniciativa normativa, lo que es muy importante en la práctica: pocas personas conocen que cada año la Comisión presenta miles de propuestas legislativas -incluyendo más de 2.000 reglamentos y otras tantas directivas- pero que solo puede actuar en el marco de las competencias que los Tratados atribuyen a la Unión Europea. b) Por otra, la Comisión es la guardiana que supervisa la aplicación del Derecho de la UE, lo que implica una minuciosa y delicada labor a la hora de exigir el respeto del Derecho europeo a cualquier eventual infractor, especialmente si es un Estado miembro. c) En tercer lugar, propone -antes del 1 de septiembre de cada año- y ejecuta el presupuesto anual de la Unión -que equivale aproximadamente a poco más del 1% del PIB de todos los Estados miembros- y gestiona sus programas, pero es importante tener en cuenta que el presupuesto debe ajustarse a lo acordado en el Marco Financiero Plurianual, que establece los límites de gasto de la UE durante un período de siete años. d) En cuarto término, los Tratados otorgan a la Comisión infinidad de tareas de coordinación, ejecución y gestión de las políticas de la Unión. e) En fin, y con carácter general, la Comisión asume también la representación exterior de la Unión.

Con estos mimbres, ¿podemos evaluar lo que ha hecho la Comisión hasta ahora, para controlar la pandemia y relanzar la economía europea? Y, sobre todo, ¿qué puede hacer en los próximos meses? Quizás es más fácil visualizar la respuesta si distinguimos cuatro tipos de posibles medidas: a) las correspondientes a la primera reacción sanitaria frente a la pandemia -centrada en los meses de marzo, abril y parte de mayo- o fase de confinamiento de la población; b) las de "desconfinamiento escalonado", probablemente con una duración temporal mucho más dilatada; c) las dirigidas a paliar en la medida de lo posible el inmenso socavón económico y social que a corto plazo está provocando el confinamiento; y d) las que tienen como objetivo a medio y largo plazo relanzar la economía europea.

Tecleando en el buscador de Google "Comisión Europea COVID-19" aparece en primer lugar el sitio web de la Comisión titulado "Respuesta al coronavirus", donde se afirma que "La Comisión Europea coordina una respuesta común europea a la pandemia". ¿Cómo lo hace? La lista de medidas y actuaciones es prolija e implica, entre muchas otras, las siguientes: a) apoyo directo a los sectores sanitarios de los Estados miembros con 3.000 millones de euros procedentes del presupuesto de la Unión -desbloqueados el jueves 16 de abril por el Parlamento- para financiar material sanitario; b) creación de un Grupo especial de epidemiólogos y virólogos con el objetivo de formular directrices sobre medidas de gestión de riesgos coordinadas y un Centro de Coordinación de equipos médicos para ayudar a localizar los suministros disponibles; c) publicación de recomendaciones sobre medidas sanitarias y para posibilitar una cooperación limitada entre las empresas; d) adopción de una Recomendación sobre la evaluación de la conformidad y la vigilancia del mercado; e) puesta en marcha de diferentes procedimientos para la adquisición conjunta de equipos de protección individual; f) aprobación de Directrices europeas sobre medidas de gestión de fronteras, restricción temporal de viajes no esenciales a la UE o creación de "carriles verdes para facilitar el flujo de mercancías; g) repatriación demás de medio millón de ciudadanos de la UE afectados en todo el mundo por las restricciones de viaje; h) puesta en marcha una página web sobre la lucha contra la desinformación relacionada con el coronavirus; o i) apoyo a la investigación, especialmente para desarrollar lo más rápidamente posible una vacuna eficaz.

A la vista del elenco de medidas y actuaciones expuestas no hace falta ser muy avispado para comprender que una cosa es ayudar y complementar pero otra muy distinta coordinar. A la Comisión le pilló la pandemia -como a tantos otros- con el pie cambiado y no supo reaccionar más que con retazos testimoniales. No hay atisbo de coordinación alguna, desgraciadamente: cada Estado ha diseñado sobre la marcha un plan diferente y ha aplicado el principio elemental de sálvese quien pueda, incluidas las medidas unilaterales de cierre de fronteras. Si la Comisión ayuda, mejor. Pero cada uno a su aire.

Sin embargo, la coordinación podría haber existido. Es cierto que la Unión Europea no tiene competencia específica en materia sanitaria, pero ha faltado -a mi modo de ver- audacia política a un doble nivel. Primero, para asumir desde el primer momento una efectiva "respuesta común": el artículo 6 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) establece que "La Unión dispondrá de competencia para llevar a cabo acciones con el fin de apoyar, coordinar o complementar la acción de los Estados miembros" respecto a la "protección y mejora de la salud humana", luego asumir la coordinación en esta materia era perfectamente posible. Segundo, para solicitar inmediatamente al Parlamento y al Consejo la adopción de normas que, al amparo del artículo 168.5 TFUE, estén destinadas a "luchar contra las pandemias transfronterizas", como acertadamente nos recordaba hace poco en este mismo periódico el eurodiputado Domènec Ruiz Devesa. No ha habido ni una cosa ni la otra. En resumen: la reacción de la Comisión podría haber sido más decidida, aun dentro de sus limitadas competencias, en esta primera fase de contención de la pandemia.

Intentando recuperar terreno, la presidente de la Comisión presentó el miércoles 15 de abril, junto con el presidente del Consejo Europeo, una Hoja de Ruta conteniendo recomendaciones a los Estados miembros para que el levantamiento de las medidas restrictivas impuestas a la población se haga de forma gradual, coordinada y basada en criterios epidemiológicos claros que impliquen el cumplimiento de tres condiciones: un gran descenso de los contagios, recursos sanitarios suficientes y capacidad de monitorización de la situación con tests a gran escala. Bienvenida sea la iniciativa, pero mucho me temo que llega tarde ya: los Estados miembros seguirán haciendo de su capa un sayo y la fase de desconfinamiento promete ser cuanto menos tan dramática como la que nos ha dejado varados en casa desde hace un mes. De hecho, países como Alemania, Francia e Italia han iniciado ya este desconfinamiento progresivo sin mencionar siquiera las recomendaciones de la Comisión.

El tercer tipo de medidas tiene como objetivo taponar la hemorragia que amenaza con desangrar completamente al enfermo. Aquí la Comisión sí que ha sido capaz de reaccionar con varias propuestas eficaces: por una parte, habilitando el instrumento SURE, un sistema de préstamos a los Estados miembros para financiar los ERTEs y los costes incurridos por los autónomos captando el capital mediante una emisión de deuda pública europea por valor de 100.000 millones de euros y que forma parte del "paquete" aprobado el pasado 10 de abril por el Eurogrupo; por otra, activando por primera vez la plena flexibilidad en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento; en tercer lugar, poniendo en marcha la iniciativa Escalar, que implica la puesta a disposición de hasta 1.200 millones de euros para ayudar a pequeñas empresas con potencial de crecimiento; en fin, llamando a rebato a todos los servicios de la Comisión con el fin de que localicen todos los remanentes del presupuesto de la Unión para ser destinados directamente a programas de ayuda a personas, empresas o Estados afectados por las consecuencias económicas del confinamiento.

Siendo relevante todo lo anterior, el verdadero liderazgo de la Comisión se juega en las medidas a medio y largo plazo, donde, recogiendo el guante lanzado por el Consejo Europeo, von der Leyen confesó en su discurso al Parlamento Europeo del jueves 16 de abril que "serán necesarias inversiones ingentes para dar un impulso que relance nuestras economías" y que "necesitamos un Plan Marshall para la recuperación de Europa y debemos ponerlo en marcha de inmediato". Mientras que países como Italia y -más tímidamente- España -a los que se oponen con máxima dureza alemanes y holandeses- exigen la mutualización de la deuda a través de la emisión de eurobonos para combatir las consecuencias de la crisis, la presidente de la Comisión ha expresado con nitidez que solo será posible canalizar directamente todas estas medidas a través del presupuesto de la Unión. Es de esperar, pues, que la Comisión presente al Consejo Europeo en tiempo y forma un esbozo de las claves del Plan de recuperación en la línea expresada por el Parlamento Europeo, que aprobó el 17 de abril pasado una importante Resolución que incluye una fórmula ambigua consistente en proponer una estrategia basada en "bonos europeos para la recuperación garantizados por el presupuesto de la UE" y destinados a garantizar obligaciones vinculadas con la recuperación tras la pandemia. El próximo examen tendrá lugar el jueves 23 de abril, cuando el Consejo Europeo se vuelva a reunir -en uno de los más importantes cónclaves de la historia de la construcción europea- para bendecir el acuerdo del Eurogrupo -medidas a corto plazo- y discutir la estrategia a largo plazo de recuperación.

Le esperan a partir de aquí a la Comisión cinco tareas hercúleas: a) por una parte, desarrollar la imaginación para presentar cuanto antes una ampliación sustantiva de un Marco Financiero Plurianual (MFP) 2021-2027 mucho más flexible y con muchos más recursos propios, ampliación concentrada sobre todo en los primeros años y que debe posibilitar el desbloqueo de ingentes inversiones públicas y privadas; b) por otra, diseñar un Fondo de recuperación pensado para el siglo XXI que no debería estar destinado a la subvención pura y dura sino a estimular a las empresas que sean capaces de integrar en sus planes de negocio la transición ecológica y la transformación digital; c) en tercer lugar, propiciar la -a todas luces compleja- negociación para conseguir lo más rápidamente posible tanto la aprobación del nuevo MFP cuanto del Fondo de recuperación; d) en cuarto término, relanzar el cuestionado liderazgo de la Unión Europea en el mundo, e) y, en fin, promover, junto con el Parlamento Europeo y el Consejo, una reforma de los Tratados en profundidad que, entre otras cosas, permita crear una Unión Sanitaria, consagrar el llamado Pacto Verde y, sobre todo, modificar el procedimiento de adopción de decisiones acabando con la unanimidad en el Consejo.

No hay tiempo que perder. Si de la mayor de las calamidades es posible extraer siempre una oportunidad, aquí la tiene, servida en bandeja, la Comisión Europea: es el momento de dar un paso adelante para convertirse, por fin, en la institución capaz de aglutinar las esperanzas de todos los europeos. Y nosotros, los europeos, que lo veamos.