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Arturo Ruiz

Opinión

Arturo Ruiz

La fortuna de mi generación

Los que nacimos sobre 1970 hemos disfrutado de una vida afortunada: pertenecemos a la penúltima generación de la mayor época de prosperidad de la historia occidental, la que arrancó tras la Segunda Guerra Mundial. A mediados de los felices noventa, con un sueldo muy muy de clase media, podíamos salir a comer casi todos los días, fletar un barquito pequeño en un muelle de pueblo, conocer aeropuertos de países extranjeros, celebrar fiestas de fin de semana con la casa atestada de risas. Fue una época gloriosa y también tenebrosa y macarra, en la que el Mediterráneo cambió para siempre: se derrochaba dinero a raudales y aparcaban coches de alta gama en suburbios de barrio gracias a que las grúas habían tomado posesión de montañas y acantilados y muchos despachos municipales solo anhelaban construir más y más océanos de adosados. En fin, que todos parecíamos personajes de Rafael Chirbes cuando Chirbes casi aún no había comenzado a escribir. Pero cuando lo hizo en su casa de Beniarbeig publicó un relato ambientado en una ciudad que podría haber sido cualquier litoral de la provincia, desde Dénia hasta Torrevieja, y que comenzaba así: «Y un día de pronto pararon las grúas de golpe y se hizo el silencio»: fue 2008. El fin de la edad de la inocencia, de la fe en el futuro. Creíamos que no nos podía pasar nada peor, aquellas mañanas en las que ya no se puso ni un ladrillo, la radio solo hablaba de las primas de riesgo, miles de jóvenes ingenieros se convertían en pinches de las cocinas de Europa y se desahuciaba y se despedía en mañanas grises de desesperanza. El mundo ya nunca fue igual, pero no podíamos imaginar que en apenas una década vendría otro golpe peor. ¿Qué hubiera escrito ahora Chirbes si estuviera vivo?: paradas ya no las grúas sino la respiración, furtados los besos, intervenida policialmente la vida cotidiana, cuarteado el verano que vendrá de niños con mascarilla y playas acordonadas, cerrados negocios y sueños. Y aún así mi generación sigue siendo afortunada. Casi todos estamos vivos. Endiabladamente pobres como nunca podíamos haber imaginado en la era de los barquitos, los viajes y las fiestas. Pero vivos.

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