La mejor explicación de la Transición es que la Historia de España dejó de estar representada por el «Duelo a garrotazos» de Goya, para pasar a estarlo por «El abrazo» de Genovés. La Transición ha permanecido, pues, como una Arcadia de consensos. No fue exactamente así, no como hoy imaginamos los buenos acuerdos: hubo mucho de imposición por los poderes fácticos, de opacidad y de zancadilla. Pero, en conjunto, la voluntad y la ciencia del compromiso se impusieron sobre agravios penosamente cultivados. En ese tiempo de estreno y aprendizaje los Pactos de la Moncloa significaron el paso de las musas al teatro, el descender por el camino de la amargura desde los grandes principios a la garantía de la solidaridad mínima, a la fundamentación de un Estado social que no podía crearse sólo en la Carta Magna. En esos Pactos los actores se multiplicaron para hacer de la Transición, del abrazo, algo más coral para que pudiera ser memorable.

Es paradójico que parte de la izquierda haya renunciado a este legado, entregado a una derecha que apenas si sufrió en aquel parto. Ese revisionismo se basó en la creencia voluntarista de que los arreglos en política son negativos. Con ello siguió una estela de crítica a los sistemas políticos que permitían que su legitimidad de ejercicio degenerara a través del «pasteleo» de unas élites egoístas e incultas. La historia contemporánea en España ha tenido mucho de esto. Y llegó a tenerlo un bipartidismo afecto al reparto de las instituciones y proclive a la disculpa de la opacidad y las corruptelas. Todo eso conviene no olvidarlo en la hora en que, seguramente, habrá que reiniciar muchas cosas. Pero lo principal es considerar que la política debe tener momentos de confrontación y momentos de alianza. No otra cosa es la democracia: una dualidad compleja vivida en público y, por lo tanto, asumiendo que nunca satisfará a todos los afectos entre adversarios y nunca satisfará a todos la controversia. La clave está en el tono, en las fronteras, en los lenguajes: el sistema se desquicia si es abocado a un acuerdo universal que elude la responsabilidad tanto como si lo es al insulto pertinaz del odio ideológico. Ninguna de las dos cosas podemos permitírnosla ahora, en los días más amargos desde la Transición.

Quizá el deseo gubernamental y de algunos comunicadores de reeditar unos Pactos de la Moncloa no use la etiqueta más acertada. No siempre mirando atrás encontramos las metáforas ajustadas y movilizadoras. Pero eso no elude el hecho de que el puro sentido común exige llegar a algunos acuerdos. El acuerdo es el mensaje. Sin acuerdo crece exponencialmente la angustia y la rabia. Pero algunos no se dan cuenta de que una característica del tiempo nuevo, saturado de incertidumbre, es que las preguntas son distintas, porque la condensación de experiencias y necesidades está haciendo que desdeñemos mucho de lo arrastrado. Para empezar, los acuerdos ya se están produciendo: aquí y allá surgen manifiestos, plataformas ciudadanas, de ONGs, de alcaldes, de empresarios o/y sindicatos: la sociedad va fabricando sus anhelos sin esperar a una orden del vértice. La relación entre el Gobierno central y las CC.AA. -y de estas entre sí- ha entrado en una nueva fase en la que ya no manda la oportunidad sino la necesidad: se está aprendiendo lo que en otros sitios se llama, desde hace décadas, una "lealtad federal" preñada, eso sí, de sobresaltos, por la ausencia de educación y de tradiciones, pero en la que la palabra dominante no es subordinación ni imposición, sino "coordinación". En muchos ayuntamientos y Comunidades se impone la cordura y el respeto a los gobiernos y de estos a las oposiciones.

Sólo queda Madrid, y perdón por decirlo así, pero es para que se me entienda. Madrid es ese lugar donde está el Museo del Prado, decía Hemingway. Y la Moncloa. Y un reservorio mediático de ruido y furia que no nos merecemos. En el corazón del Estado y en todos sus sistemas planetarios es donde está instalada, radiactiva y soberbia, mentalmente rebajada, la «política de la ocasión», la que se rige por el axioma de que si no hablo ahora deberé callar para siempre, algo imposible si pienso que mi agravio no cesará hasta que vierta la sangre de otro, pétreamente construido en una menguante imaginación democrática. Ello es lo que impide que la mayor parte de la oposición advierta lo que sí hace en la mayoría de otros territorios: si intenta derribar al Gobierno está muerta, sin discurso, sin nervios con los que comunicar con el electorado, sin crédito y sin alternativas: ganar un punto o unas décimas no merece la pena en ese esquema de autoanulación perdurable. Y es de eso de lo que debe tomar nota el Gobierno para abrir vías que faciliten el tránsito a nuevos tiempos.

En esta España confinada bulle una España de proyectos. En cierto modo nunca pensamos contar con una sociedad civil tan dinámica en el estrecho marco en el que puede desarrollarse, tan dada a los sueños en un horizonte de tristezas. Pero los que están ausentes son los partidos políticos. Que no se me interprete mal: cualquiera que me siga sabe que ahora viene el elogio de la política y el ensalzamiento de la mayoría de los políticos, y que ningún fachita disfrazado de centrista constitucionalista espere otra cosa. Lo que digo es que uno de los materiales más fatigados del sistema son los partidos políticos, que navegan entre ser una suerte de ONGs desganadas, el apoyo sistemático a las instituciones que gobiernan y el tácito envío de sus militancias al incívico combate en las redes. El papel de «intelectual orgánico», dotado de estructuras y medios para ser el puente entre la ciudadanía y la complejidad de la política debe ser recuperado: militancias agónicas y sectarias deben convertirse en polos de dinamización e ilusión. Los partidos deben saber que su papel, ahora, es el de generar el escenario dinámico en el que la sociedad civil pueda encontrarse en otros abrazos, y no el de ensanchar las heridas. Y al final, también, deberán abrazar los mismos partidos. Intentar hacerlo al revés puede conducir al fracaso. Los Pactos de la Moncloa se hicieron en la Moncloa porque en la calle el ruido era insoportable y aquellos líderes supieron escucharlo. Los acuerdos serán así o no serán, entre otras cosas porque así serían el fruto de un movimiento que quizá sea lo único que mantenga viva la esperanza y el optimismo, también contra el insulto y la zafiedad. Pararse a debatir sobre el envoltorio -las condiciones formales, el tipo de acción parlamentaria que arme lo acordado- antes que sobre el regalo, puede ser suicida para quien lo intente. La pasividad también, tanto como la impaciencia.