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Desde que enterramos a mi padre, mi madre y yo venimos luchando contra el mismo mal que acabó con él en menos de una semana. Una batalla a la que ahora se ha incorporado una de mis hermanas con una neumonía recién diagnosticada. Angustia, miedo, pánico a ratos y medicamentos de todos los espectros sin entrar en la factura física que conlleva esta enfermedad: fiebre, dolores musculares como nunca antes había sentido, ausencia de gusto y olfato, fuertes migrañas y arcadas como si fueras a expulsar el alma por la boca, pero sin que nada salga por ella salvo unas enormes ganas de gritar de pura desesperación. Esta es la realidad en la que me muevo desde hace tres semanas (aunque en estos momentos me parezca toda una vida), y desde la que, a veces, por mera supervivencia, me asomo a lo que del resto del mundo me llega, fundamentalmente a través de medios de comunicación y redes sociales, y siempre sobre este monotema que se ha colado en nuestras vidas para inundarlo todo.

Desde la hipotética autoridad moral que me da un muerto y varios contagiados en mi entorno más próximo asisto incrédula a reivindicaciones de presuntos periodistas sobre su supuesto derecho a mostrar imágenes de hileras e hileras de ataúdes, como si con ello se estuviera haciendo una contribución inestimable al derecho a la información y al fidedigno relato de lo que está sucediendo. Y leo estupefacta ególatras artículos de personajillos de pacotilla, de valientes de salón, clamando por las libertades que nos ha cercenado este estado de alarma anteponiéndolas al legítimo derecho a seguir vivos. O a debates de representantes empresariales y políticos (no todos, por fortuna), situando los efectos económicos y sociales de esta crisis sanitaria por delante de la propia vida sin percatarse de que los muertos, ni trabajan ni consumen. Planteamientos estos, entre otros muchos, tan alejados del drama que muchas familias estamos viviendo, que creo que no es el Covid el que realmente me está provocando las ganas de vomitar.

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