En ocasiones, al WhatsApp lo carga el diablo. Ayer, a primera hora, en el intento de evitar males mayores, este periódico abría su edición digital advirtiendo de que el supuesto permiso concedido por el Ayuntamiento de Alicante para circular libremente a partir de hoy por parques, jardines y zonas urbanas no era otra cosa que un bulo más entre la pandemia de patrañas que se ha instalado como compañera de viaje de la otra. No faltan ganas de recobrar la normalidad, eso es evidente, incluso desde círculos cercanos al poder aseguran que Nadia Calviño presiona mucho para permitir el regreso a la actividad, pero, de momento, hay que seguir en casa. Y, desde ahí, si desean entretenerse, pueden elegir entre la gran cantidad de cuentos y teorías de la conspiración que inundan continuamente las redes sociales.

Tengo un primo argentino muy dado a estas cosas. Sobre el Papa me ha contado unas cuantas. Mejor dicho, sobre los Papas: su paisano, que ejerce, y el emérito alemán, que se retiró antes de tiempo a su retiro espiritual. Alguna de ellas alcanza tal nivel que me resisto siquiera a bromear ejerciendo de eslabón de propaganda. Dejaré que sea la historia quien desentrañe el misterio.

Pues, decía, ahora que está confinado en su casa de Buenos Aires, mi primo disfruta como nunca de esta materia analizando los mensajes que circulan en torno a planes, ataques y venganzas, con la economía al fondo de cada trama. Enfrascado en sus cavilaciones, sigue dándole cuerda a un supuesto complot -unas veces de Trump, otras de China- cuyo origen se sitúa en la financiación de los tres laboratorios de Wuhan; o gira en torno a la teoría que explica la elaboración a conciencia del coronavirus para diezmar la población mundial. En algún momento deja caer un guiño con confabulaciones de los Illuminati o mete en el centro del círculo a Bill Gates con el oscuro plan de usar implantes con microchip para combatir la epidemia. Tampoco esquiva indagar por dónde puede estar encerrado el gato, atendiendo a los cálculos matemáticos que sustentan la distancia kilométrica de las principales ciudades del planeta afectadas por el virus de la zona cero, en comparación con la buena salud que impera, pese a su cercanía, en Beijing y Shangai. Últimamente, trataba de buscar alguna conexión con el Foro de Sao Paulo para modificar el orden político mundial. Material, en suma, no le falta.

A todo eso, yo me he guardado muy mucho de confiarle la teoría de Angelín, un simpático nonagenario del alicantino barrio de San Antón, que, recurriendo a su infancia, sigue recordándome de tanto en tanto desde que estalló la crisis que, tal y como hacía su madre para extraer liendres y piojos de su cabeza en la cueva donde se refugiaron durante la Guerra Civil, la solución al ataque del virus está en lavarse bien el pelo mezclando agua hirviendo con jabón Lagarto y azufre. Afortunadamente, Angelín no tiene ni WhatsApp, ni Twitter, ni Facebook. Ni tampoco el número de teléfono de mi primo. De lo contrario, no sé dónde podría esconderme.