Tengo un amigo incluido en esa lista de conductores que tuvieron que sacarse el carné por segunda vez al ver penalizados todos los puntos del permiso. Los radares del trayecto hasta Madrid le fueron arrebatando esos números que otorga Tráfico hasta quedarse sin ninguno. Lo curioso del caso es que él mismo iba constatando, conforme le llegaban las sanciones, cómo se agotaba la puntuación del documento, pero ni por esas era capaz de poner racionalidad entre el pie y el acelerador para evitar la multa que, tarde o temprano, acababa en su buzón.

Más gravedad aprecié a partir del momento en que advirtió que solo le quedaban dos únicos puntos para salvar el permiso y esquivar esa incómoda sanción que, además de dinero y retirada del carné, supone un incordio al tener que asistir a un cursillo de autoescuela. Ni siquiera el hecho de conocer que había llegado al límite, que no podía incurrir en una nueva falta, sirvió para reducir la velocidad en sus viajes. Resultado: multa, curso y varios meses lejos del volante.

En reiteradas ocasiones me pregunté qué extraño virus debe anidar en ese cerebro capaz de convertir a un individuo inteligente en un ser incapaz de contener sus impulsos a sabiendas de que acabarán con una condena. Pues eso mismo me pregunto ahora intentando entender qué insondable razón conduce a toda esa gente a asumir el riesgo que hoy entraña recorrer cientos de kilómetros simplemente para intercambiar habitáculo de confinamiento en esta Semana Santa sin tronos ni cofrades.

Benidorm está blindado. Los cinco puntos de acceso por carretera están tomados por las Fuerzas de Seguridad, decididas a no conceder la más mínima prebenda. Quien no pueda justificar su viaje, no solo dará media vuelta sin llegar a su destino sino que la aventura le costará muy cara. La explicación no es mía. Me la trasladó ayer mismo un alto mando policial de la zona. Si estas líneas se hacen virales y aparecen ante algún turista con las maletas hechas, mejor será que se lo piense dos veces. Seguro que Benidorm le aguardará en mejor ocasión.

A mediados de marzo, confundidos por la indefinición, la Policía hubo de batallar en esa ciudad con 15.000 británicos que, de un día para otro, se encontraron con los bares cerrados y sin poder estar en la calle. No fue fácil lidiar esa corrida, pero se lidió. Y sirvió de advertencia. Así que ahora que la calma fluye entre Poniente y Levante y la cosa sigue como sigue, que nadie espere que los agentes abran la muleta por mucho rostro de pena que tengan delante implorando clemencia.

En cuanto al resto de puntos de especial afluencia de la provincia, tres cuartos de lo mismo. La vigilancia se ha extremado y no solo en la carretera. El control incluye hasta los supermercados. Sin ir más lejos, en uno realizado el miércoles en Alicante cazaron a media docena de aventureros procedentes de distintas localidades de la geografía nacional. En ese tipo de trance aparece otro momento curioso: el de la excusa peregrina. Ahí el abanico es grande. Los hay que se justifican con la visita para cuidar a la madre enferma mientras sujetan el carro con botellas de ginebra y champán; otros lucen atuendo veraniego y se esfuerzan en hacer brotar alguna lágrima al tiempo que lamentan su fortuna y sufrimiento por el hecho de que la alarma les sorprendiera por aquí. Todos ellos acabaron con «estampita de regalo».

En lo que respecta al resto, es decir, a aquellos que han cambiado de sitio y se creen victoriosos y felices por haber burlado los controles, solo un apunte más: Queda la operación salida. El viaje todavía no ha terminado.