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Piedad

El estado de alarma interrumpió las lecciones presenciales de Antropología del cuidado en el grado de Enfermería de mi universidad, la UCH-CEU. Estábamos peleándonos con el concepto latino de pietas, y los jóvenes estudiantes que quieren convertir el cuidado de otros en su profesión, ya sabían que la piedad clásica es el conjunto de obligaciones, sentimientos y disposiciones que caracterizan al buen hijo.

Para los romanos, y para cualquiera que se pare a pensarlo, la vida nos ha sido dada y es algo que no nos debemos a nosotros mismos sino a otros, de manera que nuestra vida misma es una deuda con quienes nos la han dado. Se trata de una deuda impagable y, por tanto, cuya gratuidad se reconoce con la gratitud. Así que la primera forma de impiedad es la ingratitud. Y no importa mucho si lo hace un hijo respecto de sus padres o una sociedad entera respecto de sus mayores.

De hecho, el delito capital en el derecho romano era el parricidio, la forma suprema de la impiedad, pero la mera insolvencia era la forma más leve de ese mismo delito. En ambos casos se trataba de sujetos que desatendían sus deudas y, por tanto, con los que no se puede hacer ningún (con)trato, o, en su forma más grave, ni siquiera tener trato con ellos. El impío, el que desatiende a sus mayores, es el hombre incívico por antonomasia, y menos que hombre, incluso, alimaña que no puede vivir entre iguales libres.

De ahí que, según señalaba con todo cuidado el derecho penal romano, al impío le aplicaban la pena del saco: después de fustigarlo y taparle la cabeza para dejarlo simbólicamente sin rostro, lo metían en un saco de cuero con una víbora, un perro, un gallo y, si había a mano, un mono. Y una vez seguros de que las cinco alimañas se habían mortificado sin supervivientes, los tiraban al agua o a una sima inaccesible.

Allí yacería insepulto como las bestias, y con las bestias confundido, en una suerte de regresión forense al estado animal al que había vuelto al matar o dejar morir a sus padres, a quienes debía la vida. La impiedad excluía al culpable del espacio de lo humano y, por consiguiente, no merecía ni recibía piedad alguna.

Cuesta escuchar hoy algunas directrices públicas, opiniones o incluso supuestos criterios de racionalidad médica sin pensar que, en efecto, la piedad es lo que nos distingue de las bestias y sentir el furioso coraje romano ante la impiedad. Sólo los hombres y las sociedades que convierten la deuda de la existencia que le une con sus mayores en el sentido deber de cuidarlos, por gravoso que sea, pueden convivir como hombres libres, es decir, con deberes que saben atender. Como sentenció Hegel, son esclavos los que no reconocen deberes sino necesidades e instintos.

Por eso la piedad era también la virtud cívica y política por excelencia, y no se dirigía solo a los familiares, sino al país mismo al que uno pertenecía y dónde la propia vida y la de los suyos se había hecho posible. Y de ahí que las propias obligaciones respecto de los demás se convertían en un asunto de importancia reverencial: cumplir con lo debido -y pagar las deudas- era estar en paz con lo demás y, por consiguiente, poder vivir en una sociedad en paz.

Nadie que se sienta dulcemente atado a esa deuda con sus padres tiene dudas acerca de si su país tiene que empobrecerse o no cuidando a sus mayores. Nadie que no haya arrancado de sí lo que le une con la humanidad de la que nació se plantea que hay vidas que cabe sacrificar para preservar el bienestar de los sobrevivientes menos vulnerables. Nadie, al menos, que no merezca aquella furia romana.

Que unos cuantos sujetos crean anteceder en el derecho de los cuidados públicos a otros por razón de su edad y productividad, es la prueba de que la barbarie está en el corazón de cualquiera que se deje arrastrar. Deberían ser confinados y que les hicieran memorizar, por ejemplo, la Eneida de Virgilio, donde se cuenta que Eneas en plena debacle de Troya, demorando su huida, cargó con su anciano padre Anquises mientras le decía, «¡Ea, padre querido, pronto! Sube, te doy mis hombros. Vengan azares, uno ha de ser para los dos el riesgo y la salvación».

Pero la piedad incluía otra dimensión que se puso de manifiesto en la extraña historia de un tal Claudio Pulcro, que fue acusado de impiedad por ordenar un ataque sin considerar las muchas circunstancias desconocidas que podían desbaratarlo. Es decir, se le acusó de impiedad por impericia, por una negligente falta de previsión.

Quien gobierna tiene la obligación de tener la mirada puesta en lo que todavía no se ve, y de estar en constante vigilia ante lo imprevisible. Como los guardianes a cuya responsabilidad los demás entregan la paz de su descanso, los que gobiernan no pueden dejar de mirar allí donde los demás no miran. Para eso les damos el poder y todos los medios a su disposición. No basta con decir que era imprevisible, o que nadie más lo vio venir, porque el guardián está en su puesto debidamente elevado y protegido para ser el primero en verlo y avisar de lo imprevisible.

Negligencia significa, como recuerda Ortega, lo contrario que diligencia: el cuidado que pone quien sabe que no lo controla todo y que todo su poder y saber no basta para poner a salvo lo que se le ha encomendado, y pone el desvelo para protegerlo hasta de lo improbable. Lo demás es incuria, negligente abandono del deber, impiedad dirían los antiguos.

Negligente es el que no ha satisfecho su deber precisamente en circunstancias imprevisibles porque no estaba preparado o suficientemente en guardia. Y como todos los que no satisfacen sus deudas es un insolvente. No es fácil estimar dónde está el límite culpable de la imprevisión, pero no es buena señal tener prisas para exculparse.

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