Encerrados en nuestras casas mientras contemplamos como avanza este tsunami de enfermedad, muerte y sufrimiento, nos cuesta tener una idea precisa del enorme daño que esta pandemia del Covid-19 está causando. Unas veces porque tenemos tal avalancha de datos, estudios, opiniones e informaciones que nos abruman y, con frecuencia, nos bloquean. Pero también, porque estamos tan angustiados ante el gigantesco dolor que adivinamos a nuestro alrededor que tenemos que tomar una cierta distancia para que la pena no nos paralice. Sin embargo, lo que está sucediendo con nuestros ancianos es un drama de tal calibre que, cuando todo haya pasado y tengamos todos los datos e informaciones, tardaremos en superarlo.

Como si de un virus diabólico se tratara, hasta la fecha sabemos que este coronavirus tiene una enorme incidencia sobre las personas mayores y aquellas con patologías previas o enfermedades crónicas de una cierta importancia. En buena medida, las personas mayores, además de tener su sistema inmunológico debilitado, arrastran con frecuencia enfermedades de distinta naturaleza derivadas de su edad, pero también por haber llevado una vida de trabajo y esfuerzo que ha castigado su organismo.

Nuestros abuelos, en España, pertenecen a la generación que vivió la crueldad de la Guerra Civil y sufrieron la posguerra en un país devastado, lleno de penurias, pobreza y hambre. Esos niños que tanto lucharon, que tuvieron que trabajar sin descanso para sobrevivir y sacar después adelante a sus familias, reconstruyendo una España aislada, destruida y sometida a un régimen dictatorial y sin libertades, participando después en la Transición, sin dejar de luchar como jabatos para dar estudios a sus hijos y vivir con dignidad. Los mismos que, cuando creían que podían descansar tras jubilarse, tuvieron que ayudar a muchos de sus hijos y nietos, compartiendo sus escuálidas pensiones, cuando el desastre de la crisis de 2008 arrojó al paro y a la pobreza a cientos de miles de personas. Los mismos que han seguido trabajando para ayudar a sacar adelante a sus nietos, permitiendo que los padres trabajen y puedan llegar a final de mes. Estos son los abuelos, convertidos en carne de cañón para el coronavirus, sobre los que la pandemia está haciendo una carnicería que no somos capaces, todavía, de conocer en toda su dimensión.

A medida que el virus avanzaba por el país, comenzamos a conocer noticias que, como un fogonazo, empezaron a nublar nuestra vista: un goteo continuo de personas mayores fallecidas, ancianos aterrados encerrados en sus residencias y aislados del mundo exterior para que la enfermedad y la muerte pasen de largo, salas de espera en todos los hospitales atiborradas de viejitos y viejitas, pero sobre todo, residencias de tercera edad repletas de muertos, de contagiados e incomunicados. Lo que al principio fueron casos puntuales prendió con rapidez como la pólvora, extendiéndose por todas las provincias y comunidades. Las mismas residencias, pagadas con un enorme esfuerzo económico por esos ancianos y con frecuencia por los propios hijos, creyendo que serían su merecido descanso final, han acabado por convertirse en una ratonera sin escapatoria posible, donde han fallecido miles de ellos en cuestión de días.

Resulta muy difícil conocer con precisión el daño del coronavirus entre los abuelos al existir cifras incompletas y muy contradictorias. Así, en España hasta la fecha, cerca del 40% de los fallecidos por la epidemia son ancianos que vivían en centros de tercera edad, aunque diferentes regiones no actualizan datos de fallecidos en ellas, como sucede con la Comunidad de Madrid, o no contabilizan a aquellas personas que fallecen en estos establecimientos sin prueba, como hacen Cataluña o País Vasco. De manera llamativa, la Comunidad de Castilla y León reconoce que el 93% de todos los fallecidos por Covid-19 vivían en residencias de su territorio, algo que no tiene que ser muy distinto a lo sucedido en otras comunidades, como en Madrid, donde hay residencias, como la de Las Rozas, donde hasta la fecha se contabilizan ya cincuenta fallecidos. Hasta el punto que, en estos momentos (y a falta de los datos de la Comunidad de Madrid), más de 5.000 de los fallecidos hasta ahora en España por coronavirus serían residentes en estos centros para la tercera edad, con un número impreciso de contagiados que se encuentran aislados, que superarían los 20.000. Sin contar con otros muchos abuelos que están falleciendo en sus casas, sin la adecuada asistencia médica, aislados, sin que sus familiares puedan llorarles en un funeral.

No creo exagerado afirmar que lo que en España estamos viviendo con los abuelos es la mayor sangría demográfica desde la Guerra Civil, una gigantesca tragedia repleta de dolor, de sufrimiento y de injusticia hacia quienes han trabajado tanto por construir nuestra sociedad. Y no podemos olvidar, también, el esfuerzo abnegado de buena parte de sus sacrificadas cuidadoras, enormemente precarizadas y con sueldos indecentes, que han seguido atendiéndolos en condiciones extraordinariamente duras, llegando en algunos casos a encerrarse con ellos en las residencias para protegerlos. Humanidad frente a la inhumanidad.

Ante el renacido proyecto eugenésico de Alemania, Holanda o Bélgica, que han aceptado que muchos de sus abuelos mueran como algo necesario para proteger su economía, recomendado a los ancianos contagiados en estos países que mueran en sus casas, yo quiero un país que cuide, atienda, cure y luche por nuestros abuelos y abuelas, con quienes estamos en deuda. Se nos acumula demasiado dolor.