El artículo más enigmático de la Constitución es el 43.3: «Los poderes públicos fomentarán la educación sanitaria, la educación física y el deporte. Asimismo facilitarán la adecuada utilización del ocio». Llama la atención la ingenua alusión a un deporte que aún era esencialmente diversión, ocio, y no negocio que a veces roza lo obsceno. Pero la palma se la lleva esa «adecuada utilización del ocio» que encomienda a los poderes públicos. No hay nada más paternalista en el texto constitucional y no sabemos quién, y con qué mecanismos, valorará qué política es apropiada para el solaz de los espíritus. Pues bien: hasta esto se ha visto trastocado con la epidemia. No hay mejor metáfora del momento que las restricciones a los sueldos de grandes jugadores y la quiebra de las liturgias sociales pautadas por los calendarios deportivos. Pero aún es más significativo la incapacidad para decidir si este es un tiempo de ocio o de trabajo.

En cierto modo es ocio. ¿Pero es ocio el ocio forzado? Sin duda para muchos es el peor ocio del mundo, el ocio que significa la pérdida de trabajo; porque el ocio sin su reverso laboral no es tal. Y ocio de perfiles extraordinariamente complejos para niños, jóvenes, anteriores parados o para una amplia gama de trabajadores para los que el teletrabajo, la teleacción, la investigación o los cuidados se difuminan hacia una frontera indecisa, gris, que tiene más de castigo que de consuelo. Es ocio que ha perdido sus tradiciones y que intenta desesperadamente encontrar otras. Aquí no hay nobles dedicados a narrar historias en un Decamerón en streaming, sino gimnasios caseros -instrumentos penitenciales- o memes, chascarrillos, bulos y distracciones que tiran a lo epidérmico. El otro día escuchaba en una radio: ¿por qué no se retransmiten partidos de fútbol ficticios, confiando su desarrollo a la imaginación de los comentaristas habituales? Lo que a primera vista parece una ocurrencia nos recuerda la vaguedad de los límites entre lo cierto y lo aparencial. Porque no es sólo el qué hacer sino el cómo y el cuándo: las quejas sobre los deseos acumulados de leer y la incapacidad de hacerlo ahora, cuando hay tiempo, menudean entre algunos amigos.

El ocio se había convertido en una parte subalterna del negocio y de la expansividad del capitalismo globalizado, que incorpora amplias dosis de conocimiento a sus prácticas. La pandemia ha dejado -¿momentáneamente?- de proporcionar el contrapunto, la voz precisa para que el eco del tiempo consumido rápidamente y, en ocasiones, a altos precios, aporte un horizonte de sentido. Falta el trabajo y falta el propósito en muchas cosas. El aislamiento quiebra las líneas de fuga, los proyectos. Y lo hace con una mezcla característica de miedo y ansiedad. No pretendo ahondar en nuestras angustias. Estoy convencido de que florecerán rutinas alternativas, porque el ocio precisa más de la rutina que el trabajo, de ahí la tensión de muchos por buscar fechas de futuro a los grandes fastos festivos. Lo complicado es que no sabemos hasta dónde, en un mañana normalizado, el legado de estas semanas será una semilla perdurable. Un par de ejemplos.

El teletrabajo se ha convertido en vencedor virtual de este combate por la vida. No sabremos renunciar a él. Pero ha irrumpido masivamente de una manera que tiene muy poco que ver con las perspectivas liberadoras que hasta anteayer se le supuso. Estados descubriendo que no todo el mundo disponía de los elementos necesarios -otra brecha que no puede ocultar sus vergüenzas- ni la formación y hasta de la preparación psicológica que se pretende. Lo que debía proporcionar más tiempo de ocio se ha convertido en una manera de colonizar el tiempo libre, en disputas domésticas por el control de las herramientas y en desazón acerca de los logros y posibilidades a largo plazo. La comodidad que aporta puede golpear a los Parlamentos, al funcionamiento de los medios de comunicación, al juego entre chiquillos y permitir una negociación a la baja de futuros salarios: la robotización bien entendida empieza por uno mismo. Plantear el reciclado en esta materia como una simple cuestión de acceso a nuevas aplicaciones es tanto como entregar un martillo a un lego y pretender que mañana sea carpintero. Y los valores y habilidades colectivas pregonadas en todos los congresos pedagógicos corren el peligro de verse restringidos a la gestión de nuevas formas de aislamiento o, si se prefiere, de conexión mediada en horizontes muy estrechos. ¿Distopía? No caigamos en esa trampa. Cualquier pregunta, ahora, tiene su pimienta de pesimismo: escupámosla. Pero desconfiemos de fanáticos de estas cosas que nos quieran hacer creer que son nuevos tiempos primorosos para descubrimientos del alma y de los sueños. Preguntar preguntas, sin ofrecer respuestas cerradas, no es distopía: es inteligencia.

El ocio habitual presupone imaginar una realidad lineal que elude la complejidad e imagina un mundo que funciona en términos binarios. El uso atropellado de las redes es el mejor ejemplo. Estos días el éxtasis de las redes las convierte en juegos de rol: cada quién tiene prefijadas sus funciones y respuestas una vez que acepta entrar en ciertos hilos: o se hace lo que se presume de él o allí no pinta nada. Es el ocio que consiste en reforzar las propias creencias en las que se habita: vivir en la burbuja de la convicción ayuda a escapar de la reflexión. En esas tramas, tensadas por líderes anonadados, descubrimos que entre ocio y odio sólo media una letra. Hay una buena parte de ocio que es odio. Porque el odio es claro, nítido, como los colores del parchís, como las banderas. Para muchos el odio circula por ahí, se resbala con la satisfacción anticipada de imaginar cómo sufrirá el «otro» con dicterios y amenazas.

En «La aventura de Abbey Grange», Sherlock Holmes, ese gran ocioso, advierte: «Obvia usted los más sutiles y delicados aspectos del trabajo analítico para recrearse en los detalles sensacionalistas, que pueden emocionar, pero jamás instruir». No sé qué pensaría el padre de la Constitución que apadrinó el artículo 43. Pero me parece que, en este momento, los poderes públicos no están para procurarnos un ocio más digno, menos sentimental. Nos queda el consuelo de que en algunas cosas la sociedad civil tendrá que hacerse responsable: no lo hará mejor que los políticos, pero al menos no podrá echarle la culpa de su aburrimiento a la política. Algo habremos ganado en el digno deporte de la ciudadanía.