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Morir para renacer de nuevo

La cultura en la era tecnológica

La digitalización no es una novedad en el mundo de la cultura. Los cambios sufridos en los últimos años han transformado parcialmente el modo de acceder a buena parte de estos recursos culturales, implantándose, a su vez, una tendencia a la globalización en el consumo de contenidos. Esto supuso un cambio significativo, un nuevo esquema constructivo que nos abrió a la espontaneidad, a la crítica y a la democratización. Sin embargo, nos encontramos ante una nueva vuelta de tuerca: un mundo sin fronteras que, paradójicamente, nos encierra como individuos evitando el encuentro físico con el otro. El modo de consumir cultura cambiará de forma considerable a partir de ahora. Si hasta hoy convivíamos confortables quienes preferíamos observar los muros centenarios de los museos, herederos de un pasado casi olvidado, con quienes los visitaban a golpe de ratón ampliando cada obra hasta lograr captar sus más leves pinceladas, la creación de un amplio espacio de cultura digital alcanzará en un breve espacio de tiempo cotas inimaginables hace unos meses. El cambio no será más gradual. Y el arte, la literatura, el teatro, la música o el cine, deberán reinventarse de nuevo sobre los rescoldos de sus fatuas cenizas. La inmediatez de la digitalización requerirá de contenidos cada vez más novedosos y actualizados y de una oferta de servicios variados y atractivos, lo que supondrá, a su vez, enormes cambios en las estrategias de documentación, comunicación y difusión. En todo este proceso las mentalidades de los seres humanos deberán adaptarse, modificarse sustancialmente para no quedar excluidos, aislados. Por ello debemos ser generosos con quienes no sean nativos digitales o con quienes no puedan acceder a recursos tecnológicos, y conformar estrategias que les permitan convertir el riesgo de exclusión en una potencial arma de inclusión en un mundo globalizado. Todos los profesionales hemos de estar atentos, hoy más que nunca, a los intereses de los consumidores culturales, rompiendo las barreras físicas que delimitan nuestras inquietudes. Los inconvenientes seguirán existiendo y aún seguiremos siendo muchos los nostálgicos que preferiremos el olor y el tacto de las hojas de papel de un libro aún por descubrir. Sin embargo, en pocas décadas esta sensación apenas será un recuerdo en la mente de los más viejos. Solo un momento perdido en el tiempo, como una lágrima mezclada con la lluvia. Pero, a pesar de todo ello, las artes encierran una cualidad no compartida con ninguna otra rama del saber. Logran que el ser humano alcance las más altas cotas de felicidad a través de la contemplación de la belleza. Cuando escuchamos una partitura, observamos una pintura o tratamos de comprender las motivaciones de un personaje literario, teatral o cinematográfico, superamos nuestro natural apego individualista y buscamos la comprensión, la identificación con cualidades superiores que nos alejan de la mezquindad y nos acercan a lo divino a pesar de no poder rozarlo. De este modo, cuando ya no podamos visitar en masa las grandes exposiciones de los más importantes museos, cuando no podamos abarrotar los teatros, las salas de cine o los conciertos, tendremos la oportunidad de volver a encontrarnos con nosotros mismos. Esa será la mejor de las noticias, el que podremos alcanzar la felicidad a través del encuentro personal y único con la grandeza del otro sin más voces que las de ambos. Esa será a la vez la gran paradoja de este nuevo mundo que ha explosionado ante nuestros ojos sin un proceso de años, de siglos: el abrirnos al conocimiento ilimitado a través de nuestra propia individualidad. Algo que nos conducirá inexorablemente a una mayor comprensión del otro convirtiéndonos, ojalá, en seres más empáticos, generosos, creativos. La cultura es uno de los grandes significados de la vida. Sus habitantes, nosotros, vagamos, muchas veces, como el viento desorientado en busca de alojamiento. Igual que los personajes de las obras de Marc Chagall. Sin anclar, vacilando por el espacio en busca de contenidos que den sentido a nuestra búsqueda. Nada nos pertenece más que el esfuerzo incesante por alcanzar esa felicidad que ha de nacer del alma. El miedo es inherente al ser humano. Cuando cae el telón del mundo conocido, lo vasto del vacío nos engulle, nos devora. Pero, implacable, la vida comienza de nuevo. La oportunidad de explorar una libertad distinta con la alegría de saber que quizá nos haga mejores, siempre distintos.

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