Mi madre tiene ochenta y ocho años. Nació en 1932. Forma parte de esa generación de niños y niñas españolas que sin adolescencia se volvieron adultos a golpes de hambre, miseria y miedo, compañeros inseparables de aquella cruenta guerra civil que desgarró a España por la mitad entre 1936 y 1939. Hambre, miseria y miedo que, una vez acabada la contienda, se instalaron en los hogares de muchísimos españoles acompañándolos durante casi cinco décadas. De la guerra, mi madre recuerda cómo con solo seis años, un día sí y otro no, acompañaba a su madre en tren para llevar comida a su padre, mi abuelo, al que le sorprendió la guerra con las ideas equivocadas para el lugar donde vivía y estuvo encerrado durante un tiempo. De los años posteriores a la contienda, lo que sí recuerda perfectamente eran los comentarios de los adultos, siempre cuchicheando y entre murmullos apenas audibles comentaban que si habían pillado a Fulanico, que si a Menganico se lo llevaron de su casa y le habían pegado un tiro en la cabeza, que si la mujer de Zutanico estaba en la calle con sus hijos en brazos y que vivía de la misericordia de algunos vecinos?

Mi madre también está en casa, está confinada, siendo octogenaria, con más razón. Durante los primeros días, todo fue dentro de la normalidad, tampoco había variado mucho su forma de vida. Con el paso del tiempo al no poder salir a la calle para llevar a cabo sus quehaceres rutinarios, farmacia, compras, su visita a la iglesia.., unido a que no veía a nadie por la calle, su preocupación fue en aumento. Hace unos días, en una de las frecuentes llamadas de teléfono que mantenemos, me preguntó: « Antonio, ¿es que hay guerra?».

La situación en España, provocada por un coronavirus, está tomando tintes dramáticos. Pero no dejo de preguntarme si es necesario, cuando se informa de esta catástrofe, utilizar un lenguaje belicoso, un lenguaje beligerante con todo lo que eso conlleva. Para los confinados, para los que nos quedamos en casa, para la mayoría de la población española, lo más normal es pegarse a los televisores que nos informan y a la vez entretienen. Cuando se comunica de la evolución de la enfermedad en términos como «guerra contra el virus», «primera línea de batalla», «los compañeros están cayendo» son términos que precisamente no ayudan a mantener el sosiego y la entereza que esta catástrofe requiere. Y, cuando la información la trasmiten pseudo-periodistas sensacionalistas, periodistas del corazón que buscan la noticia dramática, la más espectacular, la más lacrimógena, tampoco están ayudando mucho que digamos. No les voy a negar la función de entretenimiento que desempeñan al acompañar a nuestros mayores en sus largas y a veces monótonas mañanas; es de agradecer. Y por eso mismo, porque nuestros mayores son sus mejores clientes, a los que ahora añadimos, por cuestiones de espacio, a los niños, deberían volver a dar un tinte de normalidad y volver a sus cotilleos y a sus noticias del corazón. No pueden permitir que nuestros ancianos y también nuestros menores, sufran más de lo necesario, porque como se dice por estas tierras: «Lo peor de lo peor es imaginarse lo peor».

Sin restar un ápice de la importancia del estado de alerta en el que se encuentra sumida nuestra sociedad, sí me atrevo a pedir a los comunicadores, tanto periodistas, como a políticos, como a cualquier persona que tenga aun micrófono delante, que rebaje el tono belicoso, que piense que sus palabras llegan a muchos hogares donde no solo ancianos y niños, también madres y padres de médicos, de enfermeros, de celadores, de limpiadoras y de tantos otros también les escuchan. No lleven más miedo, no lleven más ansiedad a sus corazones que de todas esas angustias ya están bien servidos.