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La epidemia de los viejos

El coronavirus deja en evidencia la precaria situación de nuestros ancianos

De repente, nos hemos acordado de que hay viejos. No sólo de que los hay, sino de que, además, son muchos. Hasta los más jóvenes recurren ahora a sus viejos -padres o abuelos- en busca de una explicación de lo que está sucediendo. La generación que creció en los cuarenta años más prósperos de la reciente historia no tiene referencias a las que recurrir. Ni siquiera acontecimientos que calificamos de históricos, como la crisis de 2008, las masacres del 11-S o el 11-M, el 23-F, la muerte de Franco nos sirven para explicarnos esto. Tal vez por eso nos estemos acordando tanto ahora de nuestros viejos, vivos o muertos. Ojalá mi madre, en esta época de desabastecimiento, me pudiera contar la hambruna del 41.

Ojalá mi familiar que luchó con la División Azul en Rusia me pudiera contar los horrores de la guerra mundial a la que tanto se recurre. Ojalá mi abuelo me pudiera describir las sangrientas matanzas y la represión durante la Revolución de Asturias. Ojalá mi padre pudiera relatarme su estancia de meses en un hospital de sangre durante la guerra civil. Lo cierto es que intentaron contarlo, pero entonces -jóvenes prepotentes que creíamos saberlo todo- no les prestamos atención. Hoy, salvo unas pocas excepciones, es demasiado tarde. Decía el viejo Ingmar Bergman que "envejecer es como escalar una gran montaña, mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena". Los viejos, sus experiencias, su sabiduría, su "más sabe el diablo por viejo que por diablo", son imprescindibles en las sociedades desde los tiempos de las cavernas. La transmisión de conocimientos de una generación a otra resulta imprescindible para que el mundo siga rodando. Sin embargo, los jóvenes siempre se han empeñado -todos los jóvenes, incluso los que ahora ya son viejos- en empezar el mundo desde cero; es "su mundo" y están en su derecho.

Tal vez esa sea la explicación por la que teníamos a nuestros viejos aparcados. Depositados en asilos, que ahora llamamos residencias, a veces en condiciones de vida inhumanas, como estamos descubriendo; "es como un hotel", nos decíamos. O los teníamos viviendo solos en edades en las que ya no se pueden valer por sí mismos; "lo prefieren así, están más tranquilos", nos justificábamos. Ha tenido que cogernos el virus por las solapas para abrirnos los ojos. Hasta ahora, los viejos eran meros números. Se hablaba del envejecimiento de la población. Del coste de los pensionistas. De lo cara que nos salía la dependencia. Del tapón generacional que impedía a los jóvenes progresar. Incluso se llegó a decir que los viejos -uno de cada cuatro votantes tiene más de 65 años- distorsionaban las elecciones. Sólo algunas tímidas voces denunciaban el edaísmo, la discriminación por razón de edad. O aplaudían cómo los viejos contribuyeron de forma decisiva a sobrellevar la última crisis: cuidando nietos, acogiendo en sus casas hijos parados o "ninis" que ya habían sobrepasado la juventud. Ahora, en estos tiempos de pandemia, sabemos que casi el 80 por ciento de las víctimas del virus son viejos. Que uno de cada tres muertos hasta ahora en España era un anciano que vivía en una residencia.

Que tememos a casi 40.000 mayores viviendo en residencias. Que en algunos asilos han aparecido cadáveres olvidados. Que si hay que elegir a quiénes se ofrecen cuidados, los viejos estarán los últimos de la lista porque su vida en términos científicos vale menos. Que hay países como Holanda, que no hospitalizan ya a sus ancianos, escandalizados por nuestra ancestral cultura latina de respeto a los mayores de la tribu. Que en Alemania ya se polemiza sobre la necesidad de que un diez por ciento de la población -los viejos- ponga en riesgo la salud y la economía del otro noventa por ciento. Entre las muchas enseñanzas que nos dejará el coronavirus, estará la de no dar la espalda a los viejos. Decía el siempre certero André Malraux que estamos tan ciegos que "solo vemos envejecer a los demás". En otras palabras, lo expresaba mi madre cuando le preguntábamos como era ser viejo: "Nadie vive en la edad que tiene". Qué gran verdad. Uno sólo se da cuenta de la edad que tiene cuando los protocolos le incluyen entre la población de riesgo y la empresa pone en cuarentena a los más débiles: "Mayores de 60, enfermos con patologías crónicas? a casa". Ahora sí, ahora ya soy oficialmente viejo.

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